Shakespeare, como todos los genios literarios universales, es una religión. También es un negocio, pero esa es una historia para otro día. Como religión tiene sus santuarios a lo largo y ancho del mundo. Son santuarios visitados por sus devotos, que los no expertos desconocen. Sus miembros pertenecen a diversas denominaciones: críticos, biógrafos, traductores, estudiosos desde los ángulos más insospechados, etcétera.

Cada país, sobre todo Reino Unido y Estados Unidos, tiene los suyos. Habitan sobre todo en las universidades más prestigiosas de esos países y, salvo raras excepciones, apenas son conocidos fuera del círculo de los adeptos. Producen ingentes estudios, nuevas teorías, ediciones puestas al día, revistas, enciclopedias, companions, publicaciones periódicas, organizan congresos, etcétera, y esa actualización de conocimientos y diseminación de investigaciones sirven de inspiración a nuevos montajes teatrales, películas, obras pictóricas, etcétera.

En el caso de Reino Unido, su primer ministro David Cameron, como vimos a principios de año, actúa como primer oficiante de esa liturgia especial anunciando a todo el mundo la encíclica Shakespeare Lives, un programa global de actividades para conmemorar el cuarto centenario de su muerte. Y ya que en España se llega tarde a la celebración del cuarto centenario de la muerte de Cervantes, se debería tomar alguna nota ahora para no llegar tarde y celebrar adecuadamente el quinto centenario, suponiendo que los políticos, responsables últimos de estas ceremonias, no se encuentren tan ocupados como se encuentran en estos momentos.

Nuestro país, con una moderada visibilidad y presencia en las publicaciones shakespearianas foráneas más relevantes, tiene sus propios santuarios erigidos también en los campus universitarios. Destacan en este sentido las revistas Sederi (Universidad de Oviedo) y Atlantis (Universidad de Murcia). La crítica shakespeariana española se va afianzando académicamente en el mundo tras una larga andadura que tiene sus orígenes en los años cincuenta del pasado siglo cuando se ensayan las primeras secciones de Filología Moderna en Salamanca, Madrid, Barcelona, y posteriormente en Valladolid, Sevilla, Santiago de Compostela, Oviedo, Zaragoza, Valencia, Málaga, La Laguna, etcétera. Hoy son muchas las universidades en las que se imparte literatura renacentista inglesa.

De cualquier modo, el presente del shakespearismo español difícilmente podría entenderse sin figuras pioneras como Esteban Pujals Fontrodona (1911-2005) y Cándido Pérez Gállego (1934-2013), profesores en su día en diferentes universidades españolas. Actualmente, por ejemplo, en el campo de la traducción, debe mencionarse la labor de dos universidades: Valencia y Murcia. En la primera Manuel Ángel Conejero y el Instituto Shakespeare continúan la labor de poner al día en nuestro idioma las obras del bardo inglés. En la segunda el responsable es Ángel Luis Pujante. Son dos profesores «jubilados» que continúan el tajo, prueba indiscutible del poder de atracción de Shakespeare como religión. (Shakespeare en catalán merecería un artículo de reconocimiento a parte).

Y ya que hablamos de religión, los scholars continúan devanándose los sesos sobre la del bardo, escrutando incansablemente cada línea de sus obras. A diferencia de otros escritores de su época, Shakespeare supo guardar inteligentemente la ropa en este campo con el fin de eludir problemas y salvar el pellejo en un país que vivió bandazos en materia religiosa a partir de Enrique VIII -cuatro al menos en un periodo de cincuenta años- y que se cobró sus trecientos mártires protestantes bajo el reinado de la católica María Tudor. El propagandista John Foxe sería el encargado de levantar acta de las atrocidades cometidas por la reina católica, entre cuyas víctimas se encontraba el arzobispo Cranmer, en un libro muy extenso conocido popularmente como el Libro de los Mártires.

También los católicos tuvieron sus mártires bajo el reinado de su hermanastra Isabel, sobre todo jesuitas. Finalmente estos vaivenes dejaron un panorama religioso plural sin precedentes en la historia inglesa que ponía en peligro la estabilidad política y el orden social (puritanos, papistas, católicos, protestantes, familistas, separatistas, conformistas, recusantes, papistas de iglesia), así como un ingente movimiento migratorio de disidentes intelectuales de ambos signos al continente a la espera de cambios que les fueran más favorables: los católicos a Francia, y los protestantes a Alemania o Suiza. Así pues, el lema cuius regio, eius religio tuvo su aplicación pragmática en el caso de Inglaterra (Enrique VIII, Eduardo VI, María e Isabel). Desgraciadamente la noción de tolerancia ante el pluralismo religioso aún no se había desarrollado y el precio de la estabilidad social y del Estado tenía un precio elevado, como entendieron perfectamente los disidentes de ambos signos.

Quedan en el camino muchas preguntas, por ejemplo, ¿cómo interiorizó una población mayoritariamente analfabeta la teología de Lutero? O ¿cómo entendía el pueblo llano que en determinado momento, con el fin de salvaguardar la vida, debía cambiar el chip de católico a protestante, de protestante a católico, de católico a protestante?

A la pregunta de si Shakespeare fue católico o protestante, tendremos que conformarnos con la respuesta de que sería un hombre cristiano, tolerante y humano, profundamente conocedor de la Biblia (principalmente de la protestante de Ginebra de 1560 y la de los obispos), de las cartas de San Pablo, así como del Libro del rezo común y de las Homilías de Eduardo VI e Isabel I como ha demostrado detalladamente Naseeb Shaheen (1999). Investigaciones serias como la de E. A. J. Honigmann (1985) tratan el catolicismo de Shakespeare durante su probable estancia en Lancashire con cautela y gran dosis de especulación. También existen estudios sobre un Shakespeare protestante.

Plantear estas cuestiones últimas a los cuatrocientos años de su muerte lo más probable es que deje indiferente a la mayoría, acostumbrados como estamos a convivir con el laicismo, esa doctrina que defiende la independencia de la sociedad y del Estado respecto de cualquier confesión religiosa. Pero en el siglo XVI la religión era el centro alrededor del cual giraba la vida. Y cuando decimos religión, decimos religión católica romana. Y quede claro que, hasta la aparición en escena de Enrique VIII, Inglaterra era el país más católico de Occidente. ¿Qué pasó entonces para convertirse en el más anticatólico? Pues lo que todo el mundo sabe: disputas del monarca con el papado para obtener el divorcio de la reina española Catalina, que no le daba un heredero varón. Y, por supuesto, los vientos favorables a las ideas de un tal Lutero, que el 31 de octubre 1517 había «clavado» sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg.