Hacía una tarde de primavera, clara y magnífica, cuando sobre las cuatro de la tarde alguien izó lentamente una bandera republicana en el mástil del Palacio de Comunicaciones de Madrid. Fue el punto de arranque de una jornada en la que se consiguió, sin ningún atisbo de violencia, pasar de una monarquía que hasta ese día parecía anclada en la sociedad española a una República que traía consigo la promesa de que España, por fin, iba a entrar en la senda de Europa dejando atrás el oscurantismo de la Iglesia Católica, el caciquismo y los pronunciamientos militares. Según contó Josep Pla en su libro Madrid. El advenimiento de la República (Alianza Editorial, 1986) así se instauró en España la Segunda República el catorce de abril de 1936. Llama la atención que incluso Josep Pla, claramente contrario a los nuevos aires políticos, no pudiese evitar contagiarse de la alegría que inundaba las calles de Madrid -y de toda España- con aquel gentío inundando las calles con banderas, cantando La Marsellesa y con bandas de música en cada calle improvisando canciones. Unos meses antes Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala y Antonio Machado habían fundado la Agrupación al Servicio de la República, movimiento que podemos considerar el inicio de un pretendido cambio para nuestro país que, por desgracia, se vio truncado por el golpe de Estado de 1936.

Hace unos días se celebró el 85 aniversario de la proclamación de la Segunda República y una vez más se reprodujo la habitual y esperada controversia en los medios de comunicación y en las redes sociales sobre la clase de recordatorio que hay que hacer de esta etapa de España, tergiversándose, en ocasiones, su significado histórico. Y decimos esto porque, por un lado, hemos observado que grupos minoritarios de izquierda cuyo ideario a priori parece de muy difícil encaje en el sentido que tuvo el ideario republicano se han adueñado de su simbología haciendo uso de la bandera tricolor en cualquier acto público o manifestación que llevan a cabo, con independencia del sentido de la protesta. La idea de que la República fue, sobre todo, un régimen político contrario a la monarquía y anticlerical supone un flaco favor a lo que de verdad representó. El pensamiento de imprescindibles como Manuel Azaña, Juan Negrín, Ramón Lamoneda o Fernando de los Ríos, comprendió una regeneración de la vida política, cultural y social que quiso ir más allá del hecho de querer terminar con el reinado de Alfonso XIII. La utilización constante de la bandera republicana en cualquier acto de protesta desvirtúa la importancia que tuvieron los tres primeros años de la Segunda República.

Por otra parte, la derecha española ha puesto el grito en el cielo por la colocación de banderas republicanas en los balcones de algunos ayuntamientos. Si bien es cierto que la Constitución regula en su artículo 4 la existencia de una única bandera nacional así como reconoce la posibilidad de que las comunidades autónomas establezcan sus propias banderas y enseñas para su utilización en edificios públicos y en actos oficiales, hay que reconocer, en puridad, que la actual Constitución emana de la Constitución de 1931 y del andamio jurídico, político y social que se desarrolló en sus exiguos 5 años y tres meses de vigencia. Los escasos homenajes que se hicieron no deberían haber motivado las reacciones que hemos observado. Y es así porque la actual Constitución -como decíamos antes- y por tanto nuestra democracia es heredera de la democracia republicana de 1931. Sólo puede haber un motivo por el que el Partido Popular y muchos de sus votantes se sitúen en contra del merecido prestigio que debería tener el periodo republicano: porque a pesar del tiempo transcurrido desde el fin de la dictadura franquista se siguen sintiendo herederos sociológicos del franquismo y, sobre todo, porque saben que sus padres y abuelos se aprovecharon de los vencidos quedándose con sus bienes, sus cátedras universitarias y su dinero. Que varias generaciones hayan vivido muy bien gracias al botín que se generalizó tras el fin de la guerra civil no significa que tengan la culpa de lo que sus padres y abuelos hicieron, pero deben asumir el pasado y dejar de negarlo.

No deberían olvidar los negacionistas de los aciertos del periodo 1931-1936 que en su origen tuvieron especial importancia personas como Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset, Salvador de Madariaga o Miguel de Unamuno. Ha escrito Isabelo Herreros en su prólogo al libro Azaña imprescindible: sus grandes discursos (Diario Público, 2010) que a pesar de la conspiración de las oligarquías y gran parte del ejército, una Iglesia beligerante y la violencia de la extrema derecha y la extrema izquierda, la acción del Gobierno fue ingente: se elaboró una Constitución moderna en seis meses, se separó la Iglesia del Estado, se concedió el voto a las mujeres, se construyeron 11.000 escuelas en dos años, se modernizó el sistema financiero, se dignificó los cuerpos docentes. La lista fue larga y fructífera. Cuestión distinta fue el bienio negro, periodo comprendido entre noviembre de 1933 y febrero de 1936, en el que gobernó la derecha.

Y sobre todo Manuel Azaña. Contaba Josefina Carabias en su libro de recuerdos de Azaña (Los que le llamábamos Don Manuel, Plaza y Janés, 1980) que poco después de la victoria del Frente Popular -el 16 de febrero de 1936- alguien fue a verle a su casa para felicitarle. «Ya verán cómo este triunfo nos lo hacen pagar muy caro», contestó. Qué razón tuvo.

Pasarán muchos años antes de que en España vuelva a surgir una generación de periodistas, pintores, escultores, escritores, poetas, científicos y médicos como la que se cercenó como consecuencia del golpe de Estado de 1936.