Recuerdo que en mi época de estudiante me había aprendido de memoria, que también es una forma de aprender, la definición de la medida de longitud: el metro; entonces se empleaba el acuerdo de la Comisión Internacional de Pesos y Medidas que, el 28 de septiembre de 1889, había determinado la materialización de un metro-patrón que consistía «en una barra platino e iridio depositada en los subterráneos del pabellón de Breteuil en Sèvres, Oficina de Pesos y Medidas, en las afueras de París». Inicialmente esta unidad de longitud fue creada por la Academia de Ciencias de Francia en 1792, que definía «el metro como la diezmillonésima parte de la distancia que separa el polo de la línea del ecuador terrestre, a través de la superficie terrestre».

La necesidad de tener patrones de medir ha llevado al desarrollo del Sistema Internacional de Unidades, que es la forma actual del Sistema Métrico Decimal, que establece las unidades que deben ser utilizadas internacionalmente. Este comité ha establecido 7 magnitudes fundamentales, con los patrones para medirlas: longitud (metro), masa (kilogramo), tiempo (segundo), intensidad eléctrica (amperio), temperatura (kelvin), intensidad luminosa (candela) y cantidad de sustancia (mol).

Y ya se sabe, cuando se crea un comité, sus integrantes se suelen poner creativos y así, en el año 1983, deciden definir el metro como la «longitud del trayecto recorrido por la luz en el vacío en un intervalo de tiempo de 1/299 792 458 segundos», según lo cual resulta que «la velocidad de la luz en el vacío es exactamente 299.792.458 m/s».

Con el máximo respeto a los avances científicos, a mí, la única definición del metro que me ha gustado era la de «la barra de platino e iridio» porque podía entenderla; sigo sin entender una vara de medir que corresponde a la «longitud del trayecto recorrido por la luz en el vacío en un intervalo de tiempo de 1/299 792 458 segundos». Pero a pesar de todo, tenemos una unidad de medida de longitud: el metro.

Desafortunadamente, el Sistema Internacional de Medidas no ha desarrollado ningún patrón para medir la moralidad pública, por lo que no disponemos de ningún «moralímetro» certificado.

Dada la carencia de una unidad de medida de la moralidad pública, en España, ciertos medios de comunicación se han autoproclamado portadores inequívocos de la verdad y, desde esos sanedrines que son las televisiones, se dedican a juzgar (o despellejar) a los presuntos delincuentes que casualmente suelen tener de una ideología diferente a la línea editorial de las cadenas.

Es cierto que los niveles de corrupción aparente en nuestro país son espeluznantes y, además, la lentitud del sistema judicial genera un efecto multiplicador, con casos abiertos desde hace casi una decena de años -Gürtel, Brugal, ERE, etcétera- que de manera reiterada, como en el día de la marmota, son alimento para mantener las tertulias de radio y televisión.

No sé en qué han empleado su tiempo de trabajo nuestros parlamentarios en estos casi cuatro meses que lleva esta legislatura, porque o bien no han querido o no han podido pactar o tienen una sorpresa para el 2 de mayo; en cualquiera de los casos, algunos ciudadanos barruntamos que no están siendo muy diligentes.

Y mientras nuestros políticos andan entretenidos en ese deporte tan hispano cual es el de «marear la perdiz», en que si pactan o no pactan, les aparece un motivo de distracción: los papeles de Panamá».

Pues bien, salen los papeles de Panamá y, ¡eureka!, aparece doña Pilar de Borbón y se emocionan muchos de nuestros comunicadores televisivos y políticos empotrados; claro que luego sale Pedro Almodóvar y el furor generalizado se enfría en una parte de los comunicadores, pero se calienta en otra. Y así siguen saliendo, con cuentagotas, nombres de políticos, empresarios, artistas?

La publicación de los papeles de Panamá sirve para informarnos de que una serie de personas y empresas han tenido negocios en este país y a partir de esa información, sin menoscabar el papel de los medios de comunicación, debieran ser los tribunales los que determinaran la culpabilidad o no de los publicitados. ¿Cómo alguien es capaz de presumir la culpabilidad de una persona porque aparece en un documento mercantil de hace 20 años, filtrado por un periódico? ¿Dónde ha quedado la presunción de inocencia?

El abandono de principios garantistas para el ciudadano, como es el de la presunción de inocencia, probablemente tendrá un efecto boomerang sobre los adánicos que hoy acusan, que debieran recordar una cita evangélica: «Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá» (Evangelio, San Mateo, 7.2).

Indudablemente, se hecha en falta una vara de medir la moralidad pública, pero definida en los términos de la barra de platino e iridio, para que se entienda.