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Fácil engaño

«Nadie ha perdido dinero invirtiendo en la poca inteligencia de los lectores«, dicen que dijo Randolph Hearst, el magnate de los medios que sirvió de modelo para el Ciudadano Kane de Orson Wells. Mayor desprecio a sus consumidores es difícil de imaginar. Pero no estaba solo ni eran cosas de entonces por lo que se refiere a los medios. Y es que hay más.

Comencemos por nuestros amados líderes a los que voluntariosamente hemos votado para que lo sean o, tal vez, han hecho todo lo posible para que les votásemos y los convirtiésemos en nuestros amados líderes (lo de «amado líder» es una cita norcoreana). No hace falta buscar remotos ejemplos del modo con que han insultado nuestra inteligencia aunque no sea más que diciendo hoy lo contrario de lo que dijeron ayer y hacerlo con la misma aparente convicción en un caso y en otro.

Después están los consumidores de anuncios de televisión. Algunos de estos son ingeniosos, no se crea que estoy tan integrado en el sistema, pero también los hay que suponen un auténtico insulto a la inteligencia de los que los soportamos. Algo de apocalíptico sí que soy, pero en el sentido de la obra clásica de Umberto Eco. Pienso, sobre todo, en anuncios de coches, colonias y artículos de limpieza.

Y ahora permítame que me salte un precepto que el maestro Amando de Miguel establecía en su Sociología de las páginas de opinión, a saber, que no hay que hablar de uno mismo. Pues lo voy a hacer.

Resulta que fui al supermercado a comprar, entre otras cosas, dentífrico y champú. Mis «costes de elección» los reduzco mediante un mecanismo que conocen bien los marketineros: la «fidelidad de marca». Así que fui al supermercado buscando «mis» marcas, las de siempre que es, pasándolo a la política, lo que hacen los que votan siempre al mismo partido. Pero no las encontré.

Animal racional, me puse a evaluar críticamente cada uno de los productos que había en los estantes. Para los dentífricos, además del precio, me puse a ver sus (supuestas) propiedades adicionales. Que si blanqueo, que si sarro, que si sensibilidad. Y lo mismo con el champú: precio, ay, sí, pero también componentes, (supuestas) propiedades para distintos tipos de pelo (graso, seco, etcétera). Y, con esa información completa, hice mi decisión de compra, muy satisfecho conmigo mismo, consciente de mi racionalidad (también pasa en política y con los medios de comunicación que uno consume habitualmente). Lo del precio me hizo dudar por un momento: no necesariamente los más caros son los más buenos, aunque ese suele ser uno de los argumentos contra la teoría del precio de equilibrio (en teoría, si sube el precio, baja la demanda, pero eso es olvidar que la calidad también se puede tener en cuenta y «disfrazarla» con precio alto). Pero no, no me dejé manipular e hice una decisión racional de manual: los medios disponibles que mejor llevaban al fin propuesto. Perfecto.

Regresé a casa y puse la televisión. Cuando llegaron los anuncios vi con horror que había comprado precisamente el dentífrico y el champú que se estaban anunciando. Quiero decir que es seguro que había visto esos dos anuncios antes de la compra, no había prestado atención, pero es más que probable que sus mensajes se me quedaran grabados en el subconsciente y esa fuera la razón por la que los había comprado. De elección racional, nada: solo el auto-engaño.

Nunca he encontrado en internet información sobre dentífricos y champús. Por lo menos, nunca los he buscado. Pero sí he encontrado referencias a experiencias de manipulación de opiniones a través de Facebook, Twitter y similares. Pero no sobre asuntos intrascendentes como los que me llevaron al supermercado, sino sobre asuntos de mayor importancia que tienen que ver con la vida pública, es decir, la política tanto a escala nacional como en el ámbito internacional.

Volvamos a Hearst y su desprecio por la inteligencia de sus lectores que puede ampliarse al desprecio de algunos marketineros para el consumidor en supermercados o para el consumidor en urnas. No es fácil defenderse y ellos lo saben. O sea que, por lo menos, no nos entusiasmemos sin un mínimo de reflexión previa y un mínimo de reconocimiento de la probabilidad de que nos estemos equivocando o, sencillamente, de que nos estén engañando. Paranoias no, pero sí duda metódica como aconsejaban algunos viejos filósofos y tampoco todos: los hubo, y muy clásicos y conocidos, que defendieron con todo aplomo al nazismo y fascismo.

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