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Sin permiso

Botellón, menores y alcohol

El tema es recurrente. El macrobotellón que se organizó en la Playa de San Juan, coincidiendo con Santa Faz, no deja impasible a nadie. Cada año la misma milonga, y así seguirá siendo hasta que alguien se atreva a coger el toro por los cuernos. Unos por populistas -no está el percal como para perder el voto más joven-, otros porque les importa un rábano, la cuestión es que ahí seguimos. Y lo grave es que el problema no se limita a Fogueres, Carnaval, Santa Faz y demás fiestas de mamar. Se mantienen cada fin de semana, aunque solo acaben siendo noticia cuando se salen de madre. Puede que haya llegado el momento de tirar la toalla o, al menos, de replantear objetivos. Cuando a la permisividad social se une la pasividad de las administraciones públicas, cualquier otra expectativa parece poco realista.

No se trata solo de una incomodidad social. Considerar el botellón -exclusiva o prioritariamente- como un problema de convivencia, justifica la extrema simpleza de algunas de las soluciones que se han ido proponiendo. Si solo fuera éste el daño producido, efectivamente bastaría con habilitar recintos para consumir, alejados de núcleos residenciales y con unas mínimas condiciones de salubridad. Sí, esos botellódromos que algunos han defendido de forma un tanto inocente. Los recluimos allá donde no molesten y asunto zanjado ¿verdad? En absoluto.

De acuerdo en que generan ruidos, inseguridad y, en suma, son una vergonzosa muestra de falta de civismo. Ahora bien, hay otros daños de mayor magnitud que deberían ser priorizados. No podemos seguir obviando la creciente alcoholización de la población y, en particular, de la más joven. El consumo problemático de alcohol supera ya el 12%, entre los españoles de 15 a 24 años. Una tasa alarmante que duplica, con creces, la registrada en la población de edad media. Y basta con echar un vistazo a la evolución histórica, para evidenciar que la tendencia sigue manteniéndose al alza. Esta es nuestra realidad. Un contexto del que no podemos abstraernos y, ni mucho menos, banalizar.

En los últimos años, un discurso normalizador y permisivo ha predominado sobre la información veraz y realista de los riesgos para la salud. Se insiste en que el botellón es un acto de socialización. La cuestión estriba en si aceptamos como un medio adecuado de socialización aquel que precisa de la desinhibición que aporta el alcohol. Es evidente que, bajo los efectos de esta sustancia y aquellas otras que se acaben consumiendo -más del 40% acompaña la bebida con algo más-, será difícil adquirir las habilidades propicias para entablar y mantener una adecuada relación interpersonal. Y es que una cosa es socializarse y otra, bien distinta, embriagarse en sociedad ¿Alguien puede defender que este modelo de relacionarse es beneficioso para un adolescente?

En todos los estudios realizados por expertos existe unanimidad a la hora de concluir que, el eje de esta pretendida socialización, es el alcohol. Las investigaciones realizadas en España se cuentan ya por decenas. Disponemos de suficiente evidencia científica para afirmar que el principal motivo que une a los asistentes a este tipo de eventos es consumir alcohol. Eso sí, se bebe para obtener diversión. Aquí debería empezar la actuación contra los botellones. El habitual binomio «alcohol-diversión» ha evolucionado hacia el más peligroso «abuso de alcohol-diversión». Una situación cuantitativa y cualitativamente muy distinta.

Se echa en falta cierto ejercicio de pedagogía social. Hemos perdido la conciencia de cuáles son los motivos por los que debe afrontarse estos actos masificados, en los que se comparte el consumo abusivo de alcohol. La sociedad -y, en especial, los más jóvenes- necesita entender qué motivos desaconsejan tanta permisividad e, incluso, porqué deben limitarse este tipo de eventos. Más allá de las molestias que puede generar un botellón a quienes lo soportan, existen razones de mayor peso relacionadas con la salud pública.

El botellón no deja de ser la manifestación más cruda del fracaso preventivo. Un fracaso que no tiene su origen en su ineficacia -en absoluto- sino en la falta de continuidad. Es necesario recobrar un trabajo planificado en prevención. Y ésta es una labor mucho más compleja que colgar un par de carteles, repartir folletos o realizar declaraciones de buenas intenciones. Debe actuarse desde la reducción de la demanda, recobrando la intervención en la escuela -algo que se ha ido perdiendo en el tiempo- pero también favoreciendo una diversión atractiva, que no precise del consumo de este tipo de sustancias. Y, por impopulares que sean, siempre serán necesarias las medidas que conllevan una reducción de la oferta o, en otros términos, la limitación del acceso a las bebidas alcohólicas.

La presión de grupo es uno de los factores de riesgo, para el consumo abusivo de alcohol, que dispone de mayor constatación científica. Nadie duda de que toda concentración dirigida a consumir un producto -en este caso, alcohol- incita a ello. Y, por mucho que jorobe a más de uno, la Organización Mundial de la Salud sigue recordando que, cuanto menor sea el coste de las bebidas alcohólicas, más elevada acabará siendo la tasa de alcoholismo en una sociedad. En el botellón coinciden ambas circunstancias, incrementando ostensiblemente el riesgo. No existe un modo más efectivo de incrementar el abuso de alcohol entre la población juvenil. Y, lejos de evitarlo, incluso llega a favorecerse por parte de algunas administraciones públicas. Inaudito.

Les reconocía que, vista la situación a la que hemos llegado, tal vez tengamos que asumir algunos daños como inevitables. Ha llegado el momento de modificar las leyes y aceptar que no estamos capacitados para cumplirlas, por más que sí se pudiera hace algún tiempo. Sin embargo, no deberíamos ser tolerantes con el consumo de alcohol entre los menores. La última encuesta escolar del Plan Nacional sobre Drogas indica que más del 60% de los adolescentes de 16 años acuden a los botellones. Solo este dato debería obligarnos a reflexionar. Esto sí es grave y, permitirlo, una canallada.

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