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Por abril, tenía que ser Sevilla

Se esfumaba la Feria de Abril sin apenas más historia que un muestrario de toros que ponían en duda la propia raza y, sobre todo, el compromiso de esos que dicen ser figuras del escalafón. Y no solo ellos, sino también quienes se anunciaban con el marchamo de nuevos valores que vienen arreando. Hierros como Garcigrande, hermanos Tornay, Las Ramblas, El Pilar, Victoriano del Río, Juan Pedro Domecq o Jandilla suponen el argumento principal para aquellos que denuestan el monoencaste domecq y sus soseces varias. Injusto sería generalizar, puesto que también los astados de Torrestrella, Daniel Ruiz o Núñez del Cuvillo (sin saber todavía el juego de los Fuente Ymbro y Miura) mostraron embestidas interesantes no siempre plenamente aprovechadas por sus lidiadores.

No vamos a enumerar a aquellos que pisaron sin pena ni gloria, por unas razones u otras, el albero maestrante. El fuego purificador del olvido constituirá su principal juicio. Otros hubo que, sin triunfos rotundos, dejaron su impronta. La oreja que paseó Ponce más fue de enfermero que de lidiador. Firme y en su línea de interés Talavante, al igual que Juli. Perera quedó inédito, aunque se le vio recuperado. Lo de Castella quizá sea más grave. Apostó fuerte dos tardes y se va de vacío, aburriendo. Y análisis aparte merecerá con más tiempo nuestro Manzanares, que salvó el marcador con dos orejas en su última tarde, aunque nada puede evitar el sabor agridulce de una feria tan importante para él. De todos se espera mucho más, pero las ganaderías las eligen ellos, incluso algunas las diseñan ellos también a su imagen y semejanza.

Los «emergentes» han pagado lo de apuntarse al ganado de los ricos. Entiéndase: vienen con la hierba en la boca, «pegando bocaos», y se han quedado apenas en el aperitivo. Orejas de poco peso las que se llevaron, pues solo premiaron predisposición y valor. Tiempo tienen de enmendar la apuesta. López Simón y Roca Rey le deben una a la afición hispalense. Caso aparte el de José Garrido, muy entregado la única tarde que se anunció. Gana crédito. Y de los que menos suenan, no hay que olvidar a Pepe Moral y Javier Jiménez, que dieron buena dimensión ante los «torrestrellas».

En el podio aparece un Paco Ureña que deslumbró con fogonazos intermitentes a la afición sevillana. Es un torero que se desnuda de técnica ante el toro. Cuando hay que cubrir el expediente, se le ve torpón. Pero si tiene colaborador bueno, como el victorino que le cupo en suerte, arrebata con unas maneras pulcrísimas. Junto a él, el valor de la faena de Manuel Escribano a «Cobradiezmos», ese otro albaserrada que ya está en la historia del toreo y que se ha ganado una vida de lujo en la dehesa extremeña. Cuando la presencia, casta y nobleza de un toro surge con tanta contundencia, solo queda rendirse ante el mayor espectáculo del mundo: la pelea de un toro bravo.

Y, de pronto, llegó Morante. Venía de tres tardes extrañas, donde quiso mucho y no siempre pudo, dejando entre medias algunos momentos con el capote preciosos y algún trasteo muletero de cierta entidad, mezclado con los tres avisos que escuchó el Domingo de Resurrección y otros dos más que casi le hicieron ver cómo se le iba vivo otro astado a los corrales. Y en el último suspiro surgió la magia. Recibo capotero antológico al cuvillo que rompió plaza el pasado viernes. Rotas las muñecas, pausado el vuelo, mentón clavado en el pecho... Y ante el cuarto, la sinfonía muleteril de cadencia, gracia e inspiración que esperaba su gente. Hasta media verónica con la pañosa de estaquillador roto. Los artistas son así. Como el toreo mismo. De la oscuridad del olvido al fulgor maravilloso del arte memorable.

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