Hace tiempo que dejé de creer en las casualidades y es que no puedo pensar que sea casual lo que está pasando en estos días, el desmoronamiento de los viejos cimientos de la cultura del pelotazo, cuan edificio muy aparente que estuviera corroído en sus cimientos por millones de infatigables termitas. La detención no sólo de Mario Conde, que a fin de cuentas ha resultado ser un auténtico jeta que encima pretendía darnos a todos lecciones morales, junto con su prole, simboliza el acta de defunción de una generación que quiso y logró, arropada por los aplausos colectivos, chulearse en nuestros morros y encima llevárselo calentito a su bolsillo. Aquí no nos sale un Robin Hood ni por casualidad, pues la única obsesión de muchos es trincar cuanto más mejor. Pobres diablos, como si fueran a llevarse algo al otro mundo en los bolsillos del ataúd, como si el tener justificara esa pantomima de personas en las que se han convertido, creyéndose sus propias mentiras a base de repetirlas y, como decía atinadamente El Roto hace unos días, demostrando cómo han triunfado por lo poco que se acaban pareciendo a sí mismos.

Tampoco parece casual que el ministro Soria, que ha demostrado no ser tan inteligente como aparentaba, se haya cavado su propia fosa en la misma semana que ha salido en los papeles de Panamá, esos papeles de los que nos van dando a sorbitos la información, y nosotros como memos aceptando que nos la dosifiquen. En fin, que Soria hizo el primo al salir a rasgarse públicamente las vestiduras con lo de Panamá, sabiendo como sabía que algo había de cierto en todo ello. O igual es que se dio un golpe en la cabeza y es amnésico, por no llamarle otra cosa. Que no es lo mismo que salga Bertín en los papeles que un ministro, de quien se espera un poco más que del resto de ciudadanos. Mucho ha tardado en renunciar. El daño al PP con este escándalo es gordo, justo en las que estamos a las puertas de nuevas elecciones, y veo a Rajoy por ello en franco vilipendio.

Comparto lo de que en este país de charanga y pandereta, como cantaba el insigne Antonio Machado en su poema El mañana efímero, «el vano ayer engendrará un mañana vacío y ¡por ventura! Pasajero». Al menos nos queda este consuelo.