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Francisco José Benito

La sed se impone al sentido común

El próximo 7 de julio se cumplirán once años desde que el Gobierno, entonces presidido por José Luis Rodríguez Zapatero, decidiera modificar el proyecto del trasvase Júcar-Vinalopó para trasladar la toma del agua de Cortes de Pallás a la desembocadura del río Júcar, donde se ha demostrado que el agua carece de la calidad y las condiciones sanitarias para poder ser utilizada para beber. Quizá el 7 de julio, con la temporada alta turística en pleno apogeo, por los grifos de Alicante, Sant Joan, San Vicente, El Campello y Mutxamel, comience ya a fluir el caudal desalado del mar, única alternativa que le queda al Ministerio de Agricultura para asegurar el suministro urbano y evitar los cortes de agua a la población en Alicante, tras negarse a buscar alternativas en el Tajo y en el Ebro.Un caudal que, debidamente mezclado con el que llega de otras fuentes (trasvase del Tajo básicamente), puede utilizarse sin reparos pero a un precio que, tarde o temprano, se dejará sentir en el bolsillo de las familias de la comarca de l´Alacantí. Las mismas que han pagado, en su parte proporcional, los 450 millones de euros del trasvase Júcar-Vinalopó y otros 60 de la desaladora de Mutxamel, planta que se diseñó en un principio para garantizar el suministro de Benidorm (el plan agua la ubicó en la Marina Baixa pero al final ha acabado captando el agua en El Campello) y que ahora se presenta como la solución de futuro para Alicante y su comarca. La sequía ha impuesto su ley y, once años después, los propios regantes del Vinalopó han terminado por claudicar ante el Gobierno y aceptar que la desaladora de Mutxamel, demonizada en su día, se incorpore al sistema como única alternativa para mantener enganchados al Júcar-Vinalopó a los ayuntamientos, los únicos que pueden pagar el agua (vía tarifa a los vecinos por supuesto) y así equilibrar el precio que abonan los agricultores por los recursos para el regadío.

Hasta aquí la reflexión podría hasta parecer lógica. En Alicante no llueve, sus ríos están como están y la presión demográfica obliga a buscar agua de donde sea. Pero Alicante no es Canarias y en España, y en la propia Comunidad Valenciana sí que hay corrientes fluviales para poder garantizar el suministro hídrico sin tener que recurrir a un caudal caro y de peor calidad que el que alimenta los cauces del Tajo o del mismo Júcar, pero en su cabecera. Lo fácil era, sin embargo, no armar ruido en Castilla-La Mancha, en Valencia, Cataluña y Aragón e imponer a la provincia de Alicante, que está entre las cinco primeras de España en población y riqueza, una solución cara y mala, aunque suene a menos mala ante la perspectiva de no tener agua. Los agricultores han aguantado diez años de batalla y presiones de una Administración plegada a sus intereses y que les tuvo siempre, salvo en las campañas electorales, en un segundo plano. Hoy, la sequía se ha aliado con el propio Gobierno y los agricultores han terminado por hacer bueno la máxima que a mediados de la pasad década se repetía machaconamente desde la Confederación Hidrográfica del Júcar: el agua más cara es la que no se tiene. La sed se ha impuesto al sentido común y el que podía haber sido un trasvase tan importante como el del Tajo terminará siendo una canalización para riego que deberá completarse con agua desalada del mar. En principio para el consumo urbano pero si miramos al cielo, hacia Madrid o Valencia, que nadie se extrañe si al final el agua del Mediterráneo termine haciendo crecer las hortalizas de nuestras huertas. Cristina Narbona, autora del Plan Agua y artífice de la derogación del trasvase del Ebro debe estar llorando de la risa. El «menfotismo» alicantino se puede aplicar a todo en esta provincia que tiene al sol entre sus vecinos y la sequía presente día tras día.

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