«Tengo muy buenos contactos en el Ayuntamiento», respuesta de Ortiz a las preguntas de la comisión de investigación del Ayuntamiento de Alicante en 1994.

Un aspirante a alcalde, ilustrado y bien reconocido, convenía en privado el error que supuso amparar a Ortiz en 1994 en el pleno municipal después de la comisión de investigación que trabajó durante todo el verano. Más difícil le resultaba, en aquel entonces no tan lejano, reconocer el efecto de la Ley Valenciana del Suelo con su corrosivo instrumento del «agente urbanizador», experiencia destructiva para el territorio y para el medio, ya bien demostrada. Esa figura, la del urbanizador, fue la muleta que necesitaron los ambiciosos para continuar con su negociete, luego negocio, luego gran negocio y cuantiosa fortuna. A la vez dificultó la presencia del vecindario en los asuntos urbanísticos, esos que también pagamos todos.

Aquel aspirante a alcalde ni siquiera pudo presentarse al cargo, los rasputines locales, de su partido y de otros, no lo consintieron. Así que el desvergonzado Ortiz dispuso del mejor ambiente municipal para ampliar sus hazañas ya en marcha desde varios años atrás. Encontrar los orígenes de semejante «fortunón», peculio, dinero y bienes propios, exige un seguimiento que casi nadie ha realizado. Las anécdotas comienzan ahora a salir a flote: que si un día su padre pidió auxilio al primer alcalde de la democracia postfranquista para que pudiera su hijo trabajar con el Ayuntamiento, que si empezó antes en Almoradí... En cualquier caso fueron las cloacas en las que aprende la vieja estirpe de los aprovechados, repletas de enseñanzas para identificar las oportunidades.

El aspirante a alcalde sabía muy bien cuáles eran los dos furúnculos municipales que acabarían inundando la ciudad con su miseria. La riqueza se la llevaron ellos. Señalaba con claridad a Ortiz y a su lugarteniente en el área de servicios, envuelto por fin en las averiguaciones de la fiscalía, investigado... ¿Nos devolverán ambos, o alguno de los dos, lo estafado?

No olvidaba el aspirante, en aquella conversación veraniega, informal, que si el mandatario ejerciente en 1994, al alcalde Luna, hubiera trasladado a Fiscalía las declaraciones del conseguidor Ortiz que encabezan este artículo, la «cosa nostra» hubiera podido quedar desmantelada. No quiso el breve alcalde, ni su orgullo ni su prepotencia se lo permitieron. Quién sabe qué temores, además de lo que confesó como posible daño electoral para el partido gobernante, próxima ya la convocatoria de 1995, se lo impedían. Ahora, después de 20 años, se entiende algo más. Primero hay que vivir, después filosofar, cuanto más tarde mejor. Un oficio, una profesión, un despacho, requieren buenas relaciones. El sillón de la Alcaldía es una de esas privilegiadas ocasiones. Desde él es fácil saltar al lugar de los bocados sustanciosos, continuar en el candelero, trabajar más o menos pero alcanzar la jubilación bien colocado. Sin mirar hacia atrás ni a los lados.

La llegada PoPular favoreció el aprovechamiento previsto hasta límites inesperados. Ortiz avanzó en los contactos gubernamentales, usando su natural simpatía. Compartieron los gustos por lo exquisito y por lo soez, intimaron, extendieron sus tentáculos más allá de los gobiernos hasta la administración política, educativa, sanitaria. El poder financiero, el gran jefe de la gran estafa, lo quiso como aliado en tantas operaciones que hoy se investigan como fraudulentas. La red tendida por el triunfador, emprendedor como los llaman hoy, se fue haciendo tupida y difícil de desenmarañar.

Olvidaba el triunfador que los gigantes suelen fallar por la base, demasiado escasa para las grandes construcciones. Muestra ahora un engaño nuevo, ¿o no lo es? Es el amago de arrepentimiento que manifiesta para obtener beneficios publicitarios y compasiones jurídicas. El reconocimiento de su autoría como financiador irregular de un partido político, cargado de responsabilidad, se queda corto. Cuánto será el beneficio obtenido a cambio de esos dinerillos con los que ha ayudado a organizar la venta electoral de sus protectores, ganancias excesivas que crecen engordando los precios de los contratos que consiguió y que han pagado todos los contribuyentes, trabajadores, parados, jóvenes... Leer el escrito de la defensa quizás ilumine la voluntad verdadera del conseguidor local que ha contaminado una gran parte de los servicios públicos. Sólo debería tenerse en cuanta ese arrepentimiento si va acompañada de hechos materiales que devuelvan a la ciudad sus dineros, a los ciudadanos su libertad, a los gobernantes la dignidad que nunca debieron perder. Y pueda contribuir además a reconocer a los colaboradores necesarios de todas sus operaciones financieras, sus deudas, sus abusos, sus ocupaciones de suelo, su reproducción del desafueros urbanístico.

Hay que encasillar por lo tanto al personaje en esa nueva estirpe de «Elite urbanística», nuevos caciques del asfalto, que contribuyen al malestar urbano por la nula calidad de sus edificaciones, por los precarizados puestos de trabajo que promueven... Pero ante todo, por el modelo social que promueven. No son los únicos, calladamente avanza aquello que debió desaparecer con la muerte del dictador Franco: el amiguismo, el clientelismo, las corruptelas y las grandes corrupciones que van fortaleciendo una forma de comportamiento social tramposo, chulesco asumido con total naturalidad. La misma con que dice reconocerse culpable cuando por fin llegan a demostrarse algunos, sólo algunos, de sus delitos. La misma naturalidad que alimenta la resignación y paraliza la capacidad de denuncia y las propuestas de regeneración moral.

Es lo que deseo, aún desde la izquierda, porque no dejo de amaros.