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Por Manitú

Manejo tres hipótesis sobre el resultado del Atlético-Barcelona de esta noche:

1.- El Atlético elimina al Barcelona en la tanda de penaltis (quizá basten medio centenar) con un chut de un jugador sanguinolento y exhausto que golpea ambos postes y la espalda del portero del Barcelona antes de cruzar mansamente la línea de gol.

2.- El Barcelona, un equipo al que puesto por puesto sólo aventajamos en el de utillero, elimina al Atlético con una goleada moderadamente discreta que también contará con once jugadores sanguinolentos y exhaustos pero esta vez derrotados.

3.- El árbitro, denunciado en Italia por favorecer a la Juventus, sufre un brote psicótico, señala un penalti a favor del Atlético y expulsa a Messi y Suárez; o, en plenitud de sus facultades mentales, se apiada de 60.000 personas que están rociándose con gasolina y amenazan con chasquear sus mecheros para arder en una pira rojiblanca que haría justicia poética a cien años de malaventura, arbitrajes delictivos y todos los subcampeonatos concebibles por el ser humano.

Estoy releyendo (soy consciente de que «releer» es un verbo gratuitamente presuntuoso, pero los atléticos sólo podemos presumir de leer una y otra vez el mismo libro) «Un oficio del siglo XX», una recopilación de las críticas cinematográficas escritas por Cabrera Infante en la revista «Carteles» y la dedicada a «La vuelta al mundo en 80 días» se inicia así: «"La vuelta al mundo en 80 días" presenta un problema al cronista que es a la vez un problema al espectador. Es una obra maestra, pero no se sabe de qué». Como Cabrera Infante con la película de Michael Anderson, siempre he tenido la certeza intuida de que el Atlético era una obra maestra, aunque tras cuarenta años de indagaciones sigo sin saber de qué. El fatalismo rebelde que amojona su vía crucis tal vez lo aproxime a Espartaco y su revuelta de gladiadores, por otra parte crucificados en cuanto las legiones romanas se desperezan, por más que Simeone, nuestro incuestionable Espartaco, tenga más bien las hechuras de un «Caballo Loco» arrancando la cabellera del vikingo Custer en la pradera del Manzanares (los pieles rojas siempre acampamos junto al río). Otros, sin duda más propensos a racionalizar estas pesadas cuestiones, compararían al Atlético con uno de esos frustrados actores que pugnan por el estrellato pero sólo logran papeles de secundario entrañable que invariablemente desaparece de la pantalla a los veinte minutos de metraje (un tercio de Liga u octavos de final en términos futbolísticos), concitando la simpatía que los espectadores siempre vuelcan sobre las tragedias prematuras.

Una intervención quirúrgica sin importancia me impedirá ver el partido de esta noche, del que por otra parte pensaba desertar al cuarto de baño provisto de orejeras y ansiolíticos.

Ya sé que mi actitud es la del condenado a muerte que se niega a que le venden los ojos, pero con los años he logrado optimizar mi masoquismo colchonero y ahora prefiero la angustia ciega a mortificarme frente al televisor.

No he ganado nada ya que sigo perdiendo, aunque así al menos lo hago en diferido; en cuanto a las excepcionales alegrías de esta última etapa, confieso que mis presagios agoreros siempre terminan por imponerse y por ello me enteré de la victoria en la final de Copa del Bernabéu o del título de Liga en el Nou Camp gracias a los alaridos de mi vecino.

Supongo que convendrán conmigo en que un equipo que gana la Copa al Madrid en el Bernabéu, la Liga al Barcelona en el Camp Nou y pierde una final de Champions debido a que el cronómetro del árbitro era una edición conmemorativa del centenario del Real Madrid debe de ser forzosamente una obra maestra.

Pero hace demasiado tiempo que me pregunto de qué y sospecho que ahí reside su agónico encanto. Y ahora discúlpenme, que comienzo a oír tambores de guerra.

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