Mucho se está escribiendo sobre la recién estrenada película Altamira, con críticas y opiniones muy diversas. Hay polémica: para algunos se ha optado por contar una pacata historia íntima y familiar en vez de un hecho épico que hizo temblar a darwinistas y creacionistas, una especie de documental que la productora Morenafilms de Lucrecia Botín, sobrina del fallecido presidente del Banco Santander Emilio Botín y tataranieta del descubridor en 1879 de las cuevas Marcelino Sanz de Sautuola, decidió hacer en homenaje a su antepasado trayendo a la vida aquella historia, con ambientación y localizaciones preciosistas específicamente cántabras, y lo que tuvo importancia memorable se queda en testimonio interesante para unos pocos. Otros consideran que se ha insistido excesivamente en la caricaturesca relación entre ciencia y religión, criticando que se haya tratado con grotesco maniqueísmo la postura de la Iglesia al no querer reconocer la autenticidad de las pinturas de Altamira, que también negaron los darwinistas y los engreídos estudiosos de las novedosas antropología y arqueología prehistóricas, con el prestigioso prehistoriador francés Émile Cartailhac a la cabeza, incapaz de admitir la irrefutable verdad de un humilde aficionado a la arqueología como lo fue Sanz de Sautuola, que tachado de farsante sufrió veinte años de descrédito y burla, hasta que la justicia se impuso, pues, al descubrirse más cuevas con pinturas rupestres en el sur de Francia, Cartailhac tuvo que reconocer su culpa, aunque Marcelino Sanz de Sautuola ya había fallecido.

Como no he visto la película, no puedo opinar sobre ella. Pero sí que me atrevo a realizar un sencillo comentario respecto a las pinturas de Altamira, que contemplé hace unos cincuenta años, cuando todavía no estaban amenazadas por el tropel turístico que ocasionaron el restringidísimo sistema actual de visitas del descubrimiento artístico que, según Picasso, convirtió en decadente a todo lo demás. Fue en un viaje de la Universidad Complutense y jamás he olvidado lo que ocurrió entonces, que siempre he repetido a mis alumnos al hablarles de la considerada Capilla Sixtina del Arte Rupestre. Quien nos enseñó las pinturas no era ningún especialista ni profesor, era una especie de vigilante que con una simple lámpara portátil iluminó aquel portento de representaciones policromadas de bisontes pintados en todas las posturas inimaginables, toros enormes, vacas, terneras, jabalíes, caballos, trazados con tal naturalismo y un colorido tan maravilloso, que ningún artista de hoy lo hubiera podido superar en cuanto a técnica e imaginación. Entonces, aquel guía nos dijo a los fascinados estudiantes: "Ahora, mirad esto". Y colocando sobre la lámpara una tela de color rojo hizo que la luz tomase un tonalidad como de hoguera, y todas las pinturas adquirieron un realismo tan impresionante que, a pesar de los muchos años pasados, todavía me emociona al recordarlo.

Y aunque no puedo extenderme demasiado, quisiera explicar el sentido de esas pinturas y de las otras muchas cuyo descubrimiento posterior avalaron la veracidad de lo que don Marcelino presentó como obra de los hombres del Paleolítico, hace unos veinte mil años. Tras constatar la autenticidad de las pinturas, los científicos trataron de encontrarles un significado, un propósito. Algunos pensaron en el arte por el arte, serían pinturas para el deleite y el gozo de los que las hacían, una forma de expresión artística con la que se pretendería decorar la cueva donde vivían creando algo bello o llamativo según la concepción del arte que hoy tenemos. Pero eso no encaja con el hecho de que las pinturas estén en lugares recónditos, de complicado acceso y difícil contemplación. Además es muy arriesgado extrapolar a hombres tan primitivos y lejanos en el tiempo nuestras concepciones culturales. No olvidemos que los humanos de la época estaban siempre al borde de la subsistencia, sometidos a duras condiciones de vida, atenazados por los depredadores, el hambre y la escasez. En buena lógica todo lo que hacían tenía que estar al servicio de la supervivencia, no podían malgastar sus energías en cosas superfluas o decorativas, todo debería tener un carácter práctico, desde la elaboración de las herramientas y el desarrollo de las técnicas de caza, hasta las pinturas que realizaban en lo profundo de la cueva. En este sentido las pinturas podrían tener un valor mágico y las zonas donde se realizaban serían santuarios, así las pinturas se amontonan a veces en diferentes direcciones no relacionadas, pues es en ese espacio donde han de estar. Allí el pintor, cazador y brujo, realizaría las pinturas con un objetivo concreto, siempre al servicio de la supervivencia del clan o el grupo. Los animales irracionales no tienen historia tienen rutina, ya que repiten lo mismo instintivamente. Pero en su evolución mental, el ser humano, el único que tiene historia porque se da cuenta de lo que hace y así puede cambiar, llegó a la conclusión de que poseyendo la imagen también podría influir sobre la realidad que esa imagen representa. Precisamente, el cazador que conoce perfectamente a su presa pues la observa con detenimiento para poder sorprenderla y capturarla, la pinta con el mayor realismo físico y sicológico, logrando que el proceso mágico sea efectivo con la representación de los animales que atrapaba y que eran la base de su alimentación, tratando así de unir la energía de aquellos animales al territorio de caza de la tribu o quizás de dar valor y fuerza a los cazadores en sus duras y peligrosas jornadas de expedición, procurando que su puntería fuese certera, teoría que concuerda con que muchos de los animales representados aparezcan con armas clavadas.

Sea cual sea el motivo de esas pinturas, la cueva de Altamira es una cumbre del talento creador humano. Todas las características esenciales del Arte coinciden en Altamira en grado de excelencia. Las técnicas artísticas (dibujo, pintura, grabado), el tratamiento de la forma y el aprovechamiento del soporte, los grandes formatos y la tridimensionalidad, el naturalismo y la abstracción, el simbolismo, todo está ya en Altamira.