El estudio de las teorías de la democracia en el siglo XX siempre ha suscitado gran interés entre los politólogos, en especial aquellas que tengan que ver con la ciencia económica, más analíticas que las sociológicas o filosóficas, donde el reparto del poder y la justicia distributiva centran el grueso de sus observaciones. En las teóricas económicas, los trabajos de Arrow, Downs y Buchanan-Tullock han venido proporcionando al analista político excelentes instrumentos para el estudio del proceso político y el funcionamiento de las instituciones, que conviene tener presente a la hora de enjuiciar los distintos comportamientos de nuestros gobernantes y representantes públicos.

El momento político español actual, con una clase política claramente egoísta e incapaz de consensuar un pacto de gobierno que ofrezca estabilidad económica al país, demuestra que los análisis que hizo Downs en su obra La teoría económica de la democracia (1957) siguen estando vigentes y que una vuelta a su lectura nos haría comprender muchas de las actitudes que emplean los actores políticos y los partidos en sus procesos decisorios, actitudes que se encuentran muy lejos de perseguir un hipotético bien común.

Bajo el supuesto de que los partidos políticos en una democracia formulan sus políticas estrictamente como un medio de obtener votos para alcanzar el gobierno y mantenerse en él, Downs concluye que la función social de los políticos, que consiste en formular y realizar políticas mientras se encuentran en el poder como gobierno, se cumple subsidiariamente a sus motivaciones privadas, que radica en obtener renta, el poder y el prestigio derivados de estar en el gobierno.

Ninguno de los líderes de los cuatro partidos principales españoles que pugnaron electoralmente por alcanzar el poder el pasado 20D se apartan un ápice del modelo expuesto por Downs, tampoco los que compitieron en las últimas elecciones autonómicas y municipales. El único fin es gobernar, pues el «gobierno es el agente en la división del trabajo, que tiene poder de coerción sobre todos los demás agentes de la sociedad». ¿Con políticas subsidiarias a sus motivaciones privadas? A la vista de cómo vienen actuando no queda más remedio que ratificar las conclusiones de Downs.

La actitud del líder del PSOE de querer gobernar sin haber ganado las elecciones y habiendo obtenido un pésimo resultado electoral, buscando consensos imposibles en la lógica política y erigiéndose en una especie de centro del universo, no se puede interpretar más que como un intento de alcanzar renta, poder y prestigio. Lo mismo se ha de decir del líder de Podemos, Pablo Iglesias, que intenta asaltar el cielo con un insuficiente ejército de diablillos siempre enfadados. Su propio interés, así como sus preferencias y las de su partido, sería conseguir más votos provocando nuevas elecciones. Lo han dicho claramente: han nacido para gobernar.

Los que no gobiernan quieren hacerlo y los que gobiernan mantenerse en el poder a costa de lo que sea. Eso lo tienen muy claro en el Partido Popular con Mariano Rajoy a la cabeza, que están dispuestos a ceder a los socialistas algunas parcelas de renta y prestigio si obtienen su apoyo en la investidura. Los Ciudadanos de Rivera se mantienen a la expectativa por si cae algo de un lado o del otro, mientras tanto, no pierden la esperanza de que unas nuevas elecciones le den el poder del que ahora carecen.

Como ocurre en el mundo de la economía, el modelo de Downs se aplica en un contexto de información costosa y conocimiento imperfecto. Ningún partido conoce exactamente lo que los ciudadanos quieren, ni estos lo que sus gobiernos o la oposición hacen por sus intereses. Ante la ignorancia de los electores, surgen los manipuladores profesionales de la política, auténticos vendedores comerciales que intentan colocarnos las bondades de un programa político tan suficientemente ambiguo como eficaz para obtener la adhesión y el voto. Y otra consecuencia mucho más letal para la democracia: el soborno. Para persuadir a los votantes sobre la bondad de su política, los partidos políticos pueden verse obligados a conceder determinados favores a cambio de votos e influencia.

Todo tiene, pues, una lógica economicista que explica los hechos colectivos, los individuos participan en política para satisfacer sus preferencias y, en particular, para obtener aquella provisión de bienes públicos que mejor contribuyan a maximizar sus expectativas.