La prueba de que los gobiernos tienen limitaciones evidentes para ganarse el sueldo y de que su papel no es determinante es que llevamos cuatro meses sin lograr formar un gobierno en España y? todo sigue más o menos igual, igual de mal que lo dejaron, quiero decir.

En general, los gobiernos, los líderes, los programas, van por un lado, mientras que el cauce por donde discurre el día a día está predeterminado y regulado, y va por otro. Todavía no se ha tomado conciencia plena de que lo que caracteriza la gobernanza global es la cibernética reguladora, dentro de la cual los gobiernos nacionales tienen escasa incidencia (pero no nula). Esto hace que la función primordial que se reserva a los estados no sea generar políticas, establecer objetivos y tomar decisiones soberanas, sino generar conformismo, es decir, tratar que la gente (ese término tan elástico) digiera como mejor pueda lo que se nos viene encima.

Generar conformismo no significa lo mismo que generar consensos, alcanzar fórmulas de gobierno efectivas. Como bien sabemos, en estos meses de gobierno vacante no ha habido oportunidad alguna de alcanzar un acuerdo razonable a cuatro bandas (cuatro es un número gafe: ¡si hubieran sido tres!). Los líderes se han volcado en representar los papeles asignados: repetirse a sí mismos para no menguar su potencial de encandilar, de satisfacer a sus clientelas y votantes, de organizar el pequeño conformismo que necesitan.

Lo que pasa en España es extrapolable a lo que sucede en el ancho mundo (también en Cataluña). A falta de propuestas de gobierno creíbles y de organizaciones políticas capaces de llevarlos a cabo, nos topamos con contadores de historias, ilusionistas, estrafalarios predicadores, por la vía populista desde luego, de un populismo transformado que impregna también el comportamiento de los partidos tradicionales.

Uno de los problemas que este estado de cosas depara es qué pasa si las marcas que desplazan a los partidos tradicionales, las mareas inmanejables, si los líderes masajeados por los medios de comunicación, fracasan y decepcionan a sus entregados seguidores. Uno de estos líderes, muy destacado, dice en tono mayestático que se irá a casa si las cosas no le salen bien. No está mal. Pero la gente se queda con sus problemas a cuestas.

La crisis de los partidos tradicionales -que se corresponde con la crisis del Estado soberano- depara algunos problemas. Los partidos de la vieja política podían fallar, corromperse, engañar o claudicar de sus responsabilidades (aparte de sus éxitos); pero a fin de cuentas tenían una historia, una trayectoria, estaban ahí para responder y asumir incluso su extinción, llegado el caso. Sin embargo, las marcas y los liderazgos populistas de hoy en día carecen de esqueleto, son volubles, aparecen y desaparecen sin dejar rastro y sin que se les pueda hacer una reclamación.

La política -creo yo- no puede consistir en gestionar el conformismo y medrar en él, y menos en estos tiempos. Dentro de las limitaciones de la globalización y de los complejos problemas que ésta trae consigo, necesitamos organizaciones políticas resistentes, pegadas al terreno, conscientes de su papel limitado pero importante, capaces de responder.

Estos meses de vigilia y de expectativas frustradas es tiempo suficiente para que la lección esté bien aprendida. La repetición de las elecciones no se puede plantear como la repetición del mismo mensaje, de las mismas personas. La cuestión es reinventarse, no vale conformarse.