Los indigentes, los sin techo, los sin trabajo, los que andamos fuera del sistema, tenemos todo el tiempo del mundo, como cantaba aquel señor guaperas con voz susurrante. Aquel señor, de apellido Otero, de quien solo recuerdo dos efemérides: casarse con María José Cantudo y cantar «Tengo todo el tiempo del mundo». Un bodrio como la copa de un pino visto desde la distancia. Los desocupados, como en «Los lunes al sol», andamos como las viudas de Baza que no tienen bulla -en Granada significa prisa, no jaleo- ni quien se la meta. O sea no tienen prisa ni quien les urja a tenerla por ningún motivo.

Por nuestro ocio forzado e involuntario, en las noches del cajero, cuando la ciudad duerme y nadie nos importuna, lo mismo que cuando hacemos guardia para cobijarnos en él y andamos al acecho para colarnos por la gatera, tenemos tiempo de sobra para hablar de todo lo divino y lo humano. No hay tema que se resista a nuestro análisis. Lo abordamos desde la libertad de quien lo tiene todo perdido. El tenerlo todo perdido conlleva cierta dosis de pesimismo. En contrapartida, da la capacidad y la posibilidad de no estar atado ni sujeto al peloteo, ni tener que razonar como filósofo de cabecera de ningún potentado, dándole argumentos para su bienestar moral y su tranquilidad ética.

El día que encontremos un agujero del que no nos echen cada dos por tres y en el que no estemos siempre con la espada de Damocles del desahucio pendiendo sobre nuestro pescuezo, nos vamos a comprar una estatua de plástico o de escayola, da igual el material. Como Diógenes el cínico le hablaremos a la estatua, sin esperar contestación de ella, para acostumbrarnos a la indiferencia humana. Los pobres somos invisibles, pasa la gente a tu lado como anestesiada, como ciega para ver según qué cosas.

No quiero salir de ti, que hace mucho frío fuera. Deja que me instale aquí donde siempre es primavera? como en Tahiti, cantaba Aute hace mil años. En nuestras conversaciones nocturnas, a falta de una mujer dulce que nos acurruque y en cuyo regazo podamos encontrar la acogida que no se encuentra en ningún otro sitio, tocamos todos los temas habidos y por haber. Desde la autoridad de ser un par de fracasados sin paliativos le metemos mano a la economía, a la micro y a la macro, a la alta política, a la bolsa -el motivo de la ruina de mi colega bróker-, a la psiquiatría que nos mantiene alertas ante los efectos perniciosos de los cartones de don simón consumidos sin medida y hasta a la termodinámica en estas últimas noches en las que ha apretado la frescoreta alicantina.

Vamos a empezar a pasar de la política porque Pablo Iglesias nos ha decepcionado. Hay que formar un gobierno de izquierdas como sea. Ahí basamos nuestra última esperanza. No se la puede uno coger con papel de fumar ni hacerle ascos a Rivera desde el principio. Entra en el gobierno, cojones, y defiende desde dentro las políticas de salvación de los hundidos. Si dejas solo a Rivera -ya ha asomado la patita varias veces como el lobo por la puerta de Caperucita- la derechización es inevitable y tú tendrás la culpa. Así, con todas las letras. La preocupación de los 47 millones que habitamos este país -marginados incluidos- no es el referéndum catalán ni el vasco sino comer y dormir caliente y unas mínimas condiciones de bienestar.

En unos versos humorísticos y de ficción, Babieca, el caballo del Cid le dice a Rocinante, el de Don Quijote: Metafísico estás. Y este responde: Es que no como. Por esa falta de manduca también nosotros estamos metafísicos y esta noche nos ha dado por la religión.

En un periódico abandonado que mi colega ha recuperado para ilustrarnos hay una página entera dedicada al Papa Francisco. Nadie puede ser condenado para siempre, dice Bergoglio, que quiere recuperar a un Dios amoroso y acogedor, misericordioso y amigable, frente al Dios mandón, guerrero y narciso del Viejo Testamento.

¿Y quién nos arregla a nosotros las noches de miedo y acojono que pasamos cuando en el colegio franquista nos amenazaban con el infierno al menor despiste? Salta a la vista su falta de éxito en nuestra formación como hombres de provecho.

Amoris laetitia, se llama la reflexión familiar -otra vez los curas metiéndose en camisas de once varas, que ya les daba yo alguna situación kafkiana para que hablaran del matrimonio con conocimiento-. La alegría del amor. No nos podemos sentir satisfechos -dice el Papa- arrojando leyes morales como piedras sobre la vida de las personas. El confesonario no debe ser una sala de torturas.

Qué lástima haber nacido tan pronto, le digo a mi colega de infortunio. Tú tenías que ver al prefecto de mi colegio describiéndo las penas del infierno como si hubiese estado viéndolo esa misma mañana. El tío tenía una capacidad de convicción increíble. Cada noche me iba a la cama pensando que esa era la última y que, malvado y en pecado, iba a ser utilizado como combustible en la sala de calderas de Belzebú o a ser frito para servir de aperitivo a una pléyade de demonios ansiosos de carne fresca.

Me alegro del cambio de estilo pero, alineado con los cínicos, los estóicos y los epicúreos, le digo a mi colega que ese cambio de tercio me llega tarde.