En el cuarto centenario de su muerte, Cervantes sigue siendo para nosotros alguien a quien necesitamos acercarnos con frecuencia. Se ha dicho que es una figura irrenunciable para España, que no podemos prescindir de él si queremos entendernos a nosotros mismos. Creo que la mejor manera de acercarnos a él es volver a sus libros, liberados de esa «obligación que hace once años llenó las escuelas de versiones infantiles o juveniles de El Quijote, convertidas en lectura obligada. Grave error -repetido ahora en ediciones «actualizadas» de la novela- cuya única consecuencia ha sido que unas promociones de estudiantes alcanzasen la vida adulta «vacunados» contra Cervantes, convencidos de conocerlo ya. Se olvidó que, a estas alturas, la historia del Quijote puede contarla cualquiera de nosotros: no tiene mayor interés; lo interesante es acercarse a su autor, atender a su palabra, a su vida trasparentada, a su alegría, a su buen humor, a su mirada generosa, a su pasión por la libertad, a su melancolía a veces, a su esperanza siempre.

Cervantes es buen conocedor de la realidad, en primer lugar española. Nacido en Alcalá de Henares, todavía niño se traslada a Valladolid; a los 17 años vive en Sevilla y a los 19 en Madrid. En 1569, con 22 años, abandona Castilla y, cruzando Valencia, Cataluña y Francia, se dirige a Italia. Dos años después está en Lepanto, «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros», donde pone a prueba su valor: eximido de servicio por encontrarse encamado con fiebres, solicita combatir en el puesto de mayor peligro. Recibe dos arcabuzazos: uno en el pecho, que estuvo a punto de costarle la vida, y otro en la mano izquierda, que quedó inútil para siempre.

Y cuando regresa a España, en 1575, con una carta de don Juan de Austria a Felipe II recomendando su ascenso a capitán, se cruza con el gran azar de su vida, con el azar decisivo: la galera en que viaja es atacada por los corsarios y capturada, y Cervantes, con los demás, es conducido a Argel. Allí permanece cautivo cinco años, pues la carta que lleva, dirigida al Rey, hace pensar a sus captores que se trata de un gran personaje, y exigen por él un alto rescate. Vive allí su pasión por la libertad: Argel es su pérdida completa, brusca e inesperada, la privación brutal, violenta y arbitraria de la libertad, algo que a Cervantes le parece insufrible, la negación misma de la vida. Intenta recuperarla una y otra vez, a cualquier precio, arrostrando el peligro, que es siempre altísimo. «Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida». Fracasa siempre, por traición o por desgracia, y siempre asume la responsabilidad, exculpando a sus compañeros; siempre dice «he sido yo», que equivale a decir «yo ejerzo mi libertad pese a quien pese, y cueste lo que cueste». Es castigado, pero vuelve a intentarlo siempre. Enfrentado a la pura adversidad sin mezcla, comprende mejor que nadie que el hombre es siempre dueño de su destino: «Tú mismo te has forjado tu ventura».

Regresa finalmente a España en 1580. Tiene treinta y tres años y ha pasado once -la tercera parte de su vida, casi toda su vida adulta- en la lejanía total, en la ausencia completa, radicalmente separado de su patria. Al volver intenta primeramente continuar su carrera militar y acude a Lisboa, a África, quizá a las Azores. Pero, finalmente, decide ser escritor. Y en 1585 publica La Galatea, una novela pastoril. Era un género literario de moda en su juventud pero que ahora, diez y seis años después de su partida, inicia ya su declive.

Pasa después veinte años sin publicar nada («Tuve otras cosas en que ocuparme», dirá luego, para justificar este largo silencio). En Sevilla es recaudador de contribuciones; le encargan luego hacer acopio de alimentos para la Armada llamada después «Invencible». Estuvo encarcelado en dos ocasiones.

Y llega así a los cincuenta y ocho años. Cervantes pertenece a la generación de 1541, que entra en la historia en 1571 -el año, precisamente, de la batalla de Lepanto- y permanece activa otros 30 años, hasta 1601. Él vive exactamente 15 años más: si hubiera muerto o envejecido hacia los 60, como era normal en su época, no hubiéramos sabido nada, o casi nada, de él.

Pero, de repente, en 1605, rebasado ya el ciclo de su generación, cuando no se espera ya nada de ella, aparece Cervantes con una obra maestra. Viejo, extemporáneo y genial: imperdonable. Lope dirá que no hay nadie tan necio que alabe El Quijote. Y, aunque la obra tiene inmediatamente un enorme éxito de público, ese éxito no tiene repercusión social ninguna, y su vida sigue siendo la que era: nunca fue un personaje, nunca tuvo dinero.

Luego, en diez años, aparecen todos sus libros, menos el primero, viejo y ya olvidado, y el Persiles, que es posterior, póstumo ya.

Asistimos a Cervantes cuando abrimos sus libros, encontramos su actitud ante la vida, su temple, su buen humor: hasta en las situaciones dramáticas se le escapa una sonrisa: durante el regreso solitario de Sancho desde Barataria, tras hundirse el suelo bajo sus pies y verse obligado a caminar en las tinieblas, nos dirá Cervantes que camina «unas veces a oscuras y otras veces sin luz, pero ninguna vez sin miedo». Humor que tiene también momentos más profundos: «cada uno es como Dios lo ha hecho y, muchas veces, peor».

Cervantes mira el mundo con benevolencia y admiración, con complacencia. Es un hombre afable, cordial, esperanzado, descubridor de la bondad escondida, carente de prejuicios. Un castellano que habla con viva simpatía del otro Reino de la Monarquía. De Francia, y, más aún, de Portugal; pero, sobre todo, de Italia, siempre presente en su vida, algo permanente, profundo, entrañable. Allí encuentra la libertad que alumbrará toda su vida: hablará siempre de «la vida libre de Italia». Pero, sobre todo, allí se penetra del valor, que le acompañará siempre, que le dará estímulo y consuelo.

Este aprecio por la libertad se refleja en sus obras: los encantadores persiguen a don Quijote, cambian las cosas, desfiguran a las personas, alteran el resultado de sus hazañas, le persiguen sin descanso... pero no pueden acabar con la libertad del caballero: «Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible». No puede soportar que se atente contra la libertad de nadie: ni siquiera contra la de los galeotes, condenados contra su voluntad. «Me parece duro caso hacer esclavos a quienes Dios y naturaleza hizo libres». Mucho menos admite que se ponga trabas al amor, que puede no ser lícito, pero es siempre mirado con simpatía y con respeto.

El hombre es libre y no puede dejar de serlo. Es dueño de sí. Pero no de lo que es, sino de lo que ha querido, y se ha esforzado por alcanzar, es dueño de lo que ha intentado, «cada uno es hijo de sus obras». Y cuando don Quijote desafía al león y éste lo mira, bosteza, se da la vuelta y se vuelve a acostar, don Quijote ha cumplido su parte, ha estado a su propia altura. Que no haya estado a su propia altura el león no quita nada al caballero. «Yo sé quién soy».

Varón de deseos («con poco me contento, aunque deseo mucho»), se esfuerza por alcanzarlos, pero sabe que, en definitiva, lo importante es el esfuerzo que lo guía, que alcanzarlos no es tan importante («un venturoso estado, cuando lo niega sin razón la suerte, honra más merecido que alcanzado»). Cervantes ha pasado su vida en circunstancias adversas, una vida larga para la época, compleja y poco brillante, que termina como escritor marginal. Pero sabe que es dueño de sí, sabe quién es, quién ha pretendido ser en esas circunstancias. Y da todo por bien empleado. Es solidario con su pasado, con sus proyectos.

Y sigue siéndolo hasta el fin. Ha leído y tiene noticia de territorios que sabe que ya no podrá conocer. Al final de su vida «puesto ya el pie en el estribo», escribe el Persiles, que está lleno de sus lecturas de países lejanos, allá en el norte, en los que no se pone el sol, en los que no termina la noche. Desea conocerlos, como desea seguir viviendo, seguir haciendo proyectos, y sabe que no le queda ya tiempo. «El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir». Pero eso no le impide seguir haciendo planes, y se despide de sus amigos, resignado pero esperanzado, «deseando veros presto contentos en la otra vida».

Cervantes sigue vivo, regalándonos su bondad, su benevolencia, su pasión por la libertad, su aprecio a la realidad, su mirada cordial, su esperanza, su suave y permanente alegría. No puede ser una obligación leerlo. Pero es imprescindible aprender con él.