inguna gran obra hay que no haya nacido de la profundidad del sufrimiento de quien, porque tanto sufre, pretende construir algún consuelo y, por lo tanto, también cualquier otra gran obra que empuje a la alegría de sentirse vivo. Los autores de esas obras, sean de la naturaleza que sean, son los verdaderos héroes sociales. Por eso, al margen de los partidismos a la que la han sometido los religiosistas, la Biblia mantiene su vigencia: porque contiene la historia de las derrotas y victorias de la humanidad: es un compendio de sus sueños y devastaciones.

Don Quijote es una tragedia nacida de quien vivió trágicamente y pretendió explicar, con humor, el mal del mundo y oponerle una panacea. Dostoiewski fue un sufridor que se aferró a la idea de un Dios restaurador de la paz de sus sufrientes personajes. Shakespeare teatraliza el drama de la existencia a través de unos protagonistas que persiguen la paz constantemente. Dante edifica la catedral de la Divina Comedia para colocar en su cúspide el amor como utopía con la que redimirse de la catástrofe humana. Beethoven no existiría sin la persecución de la oda a la vida como ungüento contra la elegía que emana del vivir. Wagner musicaliza sus obras con melodías cantadas por solitarios que buscan, inevitable y decididamente, la redención de sus vidas ansiosas de paraísos fracasados. Homero y Virgilio no dejan descansar a sus héroes hasta que retornan a la ínsula feliz que les permite percatarse de que han regresado al edén de su origen o conquistado el de su destino.

Quevedo se ríe de sí mismo por su mortalidad, pero construye el poema amatorio más salvífico de nuestra literatura. Góngora, ante la fealdad del mundo en el que vive, inventa un lenguaje cuya belleza sea un paliativo de su turbio alrededor. Neruda opone al existencialismo de su Residencia en la tierra unas Odas elementales para señalar que frente a la triste Metafísica se eleva la alegre Naturaleza, lugar en el que vivimos pese a la abrasión del pensamiento. Miguel Ángel gigantiza sus figuras por su megalomanía y, quiero creer, también para mostrar el titanismo del Universo del que somos dignos. Rembrandt repite incesantemente sus autorretratos para hallar su verdadera identidad y no caer en la impostura.

La euforia o hybris injerta en los genes del vivir hace del hombre un desmesurado soñador, y la experiencia de la vida lo inclina al fatalismo. El ser humano se define como contradictorio, o jánico, y a veces su mano derecha no sabe lo que hace la izquierda; pero lo hace, y para complementarse solidariamente con las de los demás. Por eso en todo pesimista hay un optimista, y al revés. Lo que nos lleva a considerar que en todo conformista del fracaso y el dolor debería haber un espíritu voluntarioso de convertir la maldad en bondad, la desesperación en esperanza: como hicieron cuantos arriba he nombrado; y tantos otros que saben que, por encima y a pesar de todo, no hay más destino que la voluntad -incluso si esta no triunfa en sus intentos-.

Porque -ya lo escribió Cervantes en un momento en el que, preso durante años, pocos mantendrían la templanza- ante la vida hay que tener la mano «más de esperanza que de hierro armada».