De nuevo un español sube al podio de los campeones del mundo. Esta vez en el City Garden de Boston. Medalla de Oro. Qué alegría. Una satisfacción a la que nos unimos todos sus compatriotas, aunque el mérito sea único y exclusivamente suyo.

Javier Fernández, madrileño, empezó en 1998 a deslizarse sobre cuchillas de acero. Desde entonces, y tras varios cambios de ciudades y entrenadores, ha ido cosechando éxito tras éxito personal e internacionalmente. Un campeón con todas las letras que ha defendido España allá por donde va, sin rubor por cubrirse con la bandera española.

A nadie escapa que para clasificarse en altos campeonatos mundiales, en cualquier especialidad deportiva, las aptitudes físicas y el sacrificio de un deporte de competición son cualidades imprescindibles. Pero con eso no basta.

Qué tiene de especial Javier Fernández respecto a otros patinadores, incluso de su contrincante el japonés Yuzuru Hanyu. Es, sobretodo, un patinador elegante, con alma. Grácil en sus movimientos sin amaneramiento, ya que el ballet y la danza han de estar presentes en sus adiestramientos y eso, en ocasiones, feminiza los movimientos, como observamos en otros patinadores.

Tiene fuerza en sus impulsos para ejecutar limpiamente las obligadas piruetas que exige cada año el jurado. Con su 1,75 cm de estatura, es capaz de superar la ley de la gravedad.

Los brazos y manos son pura armonía varonil y los complicados pasos, rotando sobre sí mismo, parecen que sustenten un cuerpo de aire, sin materia. Es ligero, se eleva como una pluma, como si no le costara ningún esfuerzo alzarse del suelo gélido para tocar la gloria.

Si nos fijamos en las huellas que dejan en el hielo sus cuchillas, en las caídas tras tres saltos cuádruples combinados, parece hilvanar un boceto de geometrías al más puro estilo Wassily Kandinsky. Es el tatuaje de su arte que queda sellado en el gélido firme helado. Y todo esto, con un gesto de amable nobleza en el rostro y la mirada.

Pero la grandeza de Javier es que no es un artista sofisticado e inaccesible. Sabe escoger muy bien las coreografías, composiciones y vestuario.

Seguro que sus entrenadores, Brian Orse y Tracy Wilson tienen mucho que ver, pero la última palabra es de Javier. Para ello utiliza la danza en todas las modalidades. Blus, Jazz, danza clásica, baile español, tango, rumba. Hasta un triste payaso enamorado.

La música, tan importante, son bandas sonoras de películas famosas como El Padrino, La misión, La máscara del Zorro, Piratas del Caribe, Matrix, cine de Charlie Chaplin, Frank Sinatra (2016); óperas de Verdi, La marcha de los toreros de la ópera Carmen de Bizet y un largo etcétera.

No obstante, si queremos ver el sentimiento que aflora en sus actuaciones, miren cómo le brota la emoción española con Entre dos aguas de Paco de Lucía, El barbero de Sevilla de Rossini o la Malagueña de Paco de Lucía y Plácido Domingo. Si a la excelencia artística se le pusiera un nombre se llamaría Javier Fernández López. ¡Ánimo Javier!

¡A por la medalla olímpica!