Eran tiempos de la Prehistoria, aproximadamente hace ahora 66 millones de años, tiempos del Pleistoceno, cuando los dinosaurios eran los únicos dueños del planeta, en una zona próxima a la península del Yucatán, en el Golfo de México. Súbitamente, el cielo se obscureció, un sonido atronador hizo levantar sus cabezas conforme un asteroide de diez kilómetros de diámetro se fue acercando a la superficie del planeta y golpeó de forma megalítica la superficie ocasionando el primero de los jinetes del Apocalipsis, un cataclismo que originó prácticamente la desaparición de la mayor parte de los organismos vivos de la tierra, entre ellos todas las familias de dinosaurios. Las consecuencias fueron, aparte del maremoto en la cercanía, una nube de polvo que envolvió toda la atmósfera impidiendo la entrada del sol, con dos efectos catastróficos: la abrupta elevación de la temperatura en oleadas que casi calcinaron el planeta y la atrofia de la fotosíntesis y la generación de oxígeno que casi extinguió la vida, y no digo la humana porque ésta no dio comienzo, en África, sino 62 millones de años después.

Todo esto se ha descubierto merced a exploraciones de hidrocarburos por la petrolera PEMEX que descubrió en el mar un inmenso cráter de 200 kilómetros de diámetro y que, en breve, va a ser objeto de investigación por organismos internacionales para averiguar algo más de los orígenes de la vida de nuestra casa Tierra.

Siglo XXI, pelín después, cuando los seres humanos hemos sustituido a los dinos como dueños temporales del planeta, nos aproximamos a los ocho mil millones de habitantes, escasa importancia damos a las catástrofes naturales o provocadas, salvo que se produzcan en nuestro entorno. Ejemplo cercano, los acontecimientos terroristas de Bruselas nos retornaron al bosque del recuerdo del Retiro de Madrid donde hay 192 árboles que nos recuerdan las vidas segadas por la locura, mientras que las vidas desechas en Pakistán en una explosión con decenas de niños muertos sólo motivan un click o pasar página para leer otra noticia.

Precisamente son las catástrofes planetarias las que nos llevan a un lugar recóndito en el hemisferio norte, en una ladera montañosa del archipiélago de Svalbard, a unos 1.300 kilómetros del Polo Norte, un árido trozo de roca reivindicado por Noruega y cedido en 1925 por un tratado internacional. En esa isla llena de pingüinos Bill Gates está invirtiendo decenas de millones junto con varias fundaciones y el gobierno de Noruega, entre otros, en lo que se llama el «banco de semillas del día del juicio final». La bóveda que acoge este tesoro, excavada a 130 metros de profundidad en una montaña de piedra, impermeable a la actividad volcánica, rodeada de terreno helado ártico, capaz de resistir terremotos y ataques nucleares, donde los miles de millones de semillas depositadas por multitud de países están conservadas a 18 grados centígrados bajo cero y empaquetadas en contenedores de aluminio de cuatro capas que podrán mantenerse vivas hasta por mil años, aun en el caso que se produjera un fallo en el suministro eléctrico, que sólo es necesario para iluminación. Este cementerio, que no alberga nada muerto, ha sido bautizado como la cámara de Semillas del Juicio Final, o el Arca de Noé, después del diluvio, no sé si de agua o de neutrones, aunque creo que de agua solo nos podemos ahogar cuando se fundan los polos y la Explanada sea una piscina. Bien lejos del Polo Norte, en Barcelona, existe en la ficción otro cementerio de vida, éste secreto, de los libros olvidados, obra maestra de Ruiz Zafón, donde se alberga la ilustración de la humanidad desde que Gutenberg ideó la imprenta, a salvo de los inquisidores de la cultura, Fahrenheit 451, obra maestra de Ray Bradbury, temperatura a partir de la cual comienzan a arder los libros.

Desde 2008 que empezó a funcionar el tanatorio viviente, la puerta de la instalación sólo se ha abierto hacia adentro para recibir semillas de todos los puntos del planeta, hasta que una catástrofe reciente, no precisamente provocada por la naturaleza sino por la maldad humana, la guerra de Siria, ha obligado a los responsables del banco local de semillas de Alepo a repatriar parte de lo depositado para aliviar la hambruna provocada por el conflicto. Qué enorme paradoja que se invierta en la supervivencia del planeta ante graves catástrofes, y nada se haga ante las tragedias locales que van diezmando la confianza en esa obra maestra de la naturaleza que es el ser humano cuando dirige su mirada hacia otros lugares, pero ignora el sufrimiento de los desprotegidos. Algo falla en el ser humano.