Cuando el Daesh o Estado Islámico se hizo con el control de Palmira, uno de los centros culturales más importantes del mundo antiguo y centro neurálgico de múltiples civilizaciones, fuimos muchos los que contuvimos el aliento.

Hoy, la noticia de su recuperación ha provocado el natural entusiasmo y ya empiezan a surgir proyectos de restauración del patrimonio histórico. Sin embargo, parece un tanto obsceno pensar en ello cuando todavía continúa la matanza y el destino de quienes huyen es absolutamente incierto.

El ISIS utilizó Palmira como instrumento y símbolo absoluto de su propaganda terrorista, destruyó templos, arcos de triunfo y saqueó sus soberbios escenarios, puede decirse, en esencia, que las joyas históricas de Palmira han sufrido daños incalculables por culpa de la iconoclastia destructiva del Estado Islámico. Sin embargo, mucho más grave es, a mi juicio, el daño humano. Sabemos que hubo ejecuciones en masa, decapitaciones en público y violaciones a mujeres. Durante las primeras 72 horas desde que el ISIS tomara Palmira, cuatrocientos cincuenta vecinos fueron masacrados y este mismo viernes, en el patio de una casa, se descubría una fosa común con más de cuarenta cuerpos incluidos niños y mujeres, según el recuento que ha facilitado el gobernador de Homs.

La victoria de Bachar al Asad puede que sea, como señala el periodista Lluís Bassets, una retractación territorial que termine dejando el califato fuera del mapa y el sueño terrorista de un estado administrado bajo la ley de la Sharía convertido en humo, pero hoy por hoy la victoria de Al Asad no es ni por asomo la derrota del Estado Islámico y está muy lejos de ser una liberación para la población siria, que sufre desde hace décadas el terror gubernamental.

Conviene recordar que el nombre de Palmira en árabe, Tadmur, es para los sirios sinónimo de terror. Una pequeña muestra de ese terror quedaba reflejada en los testimonios de torturas y abusos contra disidentes llevados a cabo durante décadas en la que ha sido la prisión más temida del país.

Reconocidos intelectuales como Yassin Haj Saleh o el inmunólogo en la Universidad de Harvard Bara Sarraj han ofrecido en sus testimonios algunas pinceladas del terror que se vivía en la prisión de Tadmur a principios de los años 80, y a juicio de no pocos historiadores lo que allí se vivió se califica como «la mayor masacre de un gobierno árabe contra su propia población». Hoy sabemos que alrededor de mil presos fueron ejecutados en una sola noche por Rifaat al Asad, el hermano del entonces presidente, residente desde hace décadas en Marbella.

De manera que, la esperanza de liberación choca con la lacerante realidad, Palmira no ha hecho más que cambiar una dictadura por otra.