Cuando hablamos de las instituciones representativas nos imaginamos un escenario donde, por una parte, hay unos políticos electos encuadrados en unos cuantos partidos, y por otra, una masa más o menos heterogénea formada por el pueblo, la gente, la ciudadanía o cualquier otra denominación que mejor nos parezca. Pero esta imagen es imperfecta, excesivamente simplificada.

La realidad es que, entre la esfera de los políticos y la «gente», hay un espacio que pocos se atreven a definir, pero que es donde se mueven eso que se llama pomposamente «los factores reales de poder», o más llanamente, el mundo de las organizaciones, grandes empresas, grupos de presión, movimientos sociales y culturales más o menos organizados, medios de comunicación, sindicatos, estructuras financieras, y un complejo espacio exterior con gran poder de influencia y determinación.

Conciliar estos dos niveles -el esquema representativo y el nivel de los intereses corporativos- es uno de los grandes desafíos que las democracias no siempre han sabido resolver. Obviar la importancia del nivel corporativo supone desconocer la realidad y caer en el vacío de los conceptos. Maximizar su importancia, como sucede en algunas democracias y en otros momentos de la Historia, supone echarse en manos de los intereses particulares de grupos y corporaciones.

Para ilustrar el problema, viene al caso la paradoja que formulara Ferdinand Lassalle, el sindicalista y teórico alemán, que se preguntaba qué sucedería si, de súbito, desapareciera todo rastro de la Constitución y de las instituciones de un país, y cuáles serían entonces los puntos de apoyo sobre los que se reconstruiría la vida social y política. Salvando las distancias, la prolongada situación de desgobierno en España -y lo que nos espera- guarda cierta similitud con la citada paradoja y revela algunos aspectos interesantes.

Contra los que muchos creen, esta etapa, cicatera en resultados, cansina y previsible, está siendo sin embargo rica en experiencia política: No hay gobierno en España como tal, pero eppur si muove, el mundo se mueve, eso sí, a su manera, sin una mano que lo dirija. Entretanto, los actores políticos, especialmente los nuevos, caen en la cuenta de que no están solos, ellos y la gente, sino que el abigarrado mundo de intereses al que me refiero existe de verdad, y no va a desaparecer.

El baño de realidad de estos meses ha dejado algunas señales. No me refiero sólo al desgaste de los partidos, de los líderes, a las luchas internas más o menos disimuladas, al decaimiento de programas y promesas, sino principalmente a las naturales limitaciones que les afectan (y de las cuales deberían ser conscientes).

Se puede y se debe gobernar para la gente, para la ciudadanía, pero sería un error imperdonable desconocer la existencia ese otro espacio de intereses complejos, no para someterse a ellos, sino para encauzarlos, regularlos y embridarlos, en aras del bien común. La experiencia de esta etapa, como la lluvia fina, está empezando a calar y lo hará aún más en los meses venideros, como las encuestas comienzan ya a dibujar. El electorado no se decantará -nunca lo hace- en función de un relato más o menos poético, más o menos evanescente, más o menos narcisista, sino por quiénes encuentre una salida realista y creíble ante los muchos retos que se van acumulando.