Arrecia la tremenda sospecha de que el pelotazo fácil, el compadreo ilícito, la mordida rápida, la adjudicación amañada, no sólo salpicaron a los que hoy están imputados, sino a las costuras de toda una sociedad. No hablamos sólo de las ilegalidades que investigan los jueces, sino de un modo de vida. Francisco Camps o Enrique Ortiz pudieron delinquir, pero sobre todo representaron una filosofía: el «te quiero un huevo» de Camps o los intentos de Ortiz para que se cambiara de hora el Hércules-Elche y no coincidiera con la boda de su hija eran solo la punta del iceberg: además de ellos, mucha otra gente vivía así. En «Crematorio», Rafael Chirbes imaginó una ciudad ficticia, Misent, inspirada en una multitud de ciudades reales del Mediterráneo impregnadas por el dinero ilícito que se blanqueaba en restaurantes de lujo, yates de generosas esloras, comidas rematadas con alcohol caro, chaletazos sobre acantilados y coches de lujo cuya pasión compartían Ortiz y David Serra. En aquellos años de gloria que siguieron al cambio de milenio, cuando todo iba bien al ritmo del hormigón y las grúas, habría que establecer si aquellas prácticas eran aplaudidas por un amplio sector del público o al menos toleradas con un guiño de complicidad: «son unos granujas, pero si a ellos les va bien nos irá bien a todos y la vida será maravillosa». Lo fue porque gran parte de la clase media había accedido a una riqueza desconocida por sus padres en forma de trabajos asegurados y créditos bancarios accesibles. No es que la prosperidad económica (ojalá volviera) equivalga a corrupción: hablamos de un caldo de cultivo desconocido entonces que ayudó a mirar a otro lado. Misent describe cómo los hijos de los perdedores de todas las guerras se paseaban de pronto en coches de alta gama por los suburbios donde se criaron. Ese vértigo distrae a cualquiera. Posiblemente, nos distrajo a casi todos.

Es verdad que la gran inmensidad de la ciudadanía no aceptó jamás un soborno, no tuvo culpa alguna de la crisis que vino después y no mereció a políticos como Camps o Serra ni a empresarios como Ortiz, quien por cierto admitió temer a los honrados. Pero cuando José Luis Sampedro dijo hace una década -hace una década, cuando el iceberg ni siquiera había empezado a congelarse- que era necesario revisar nuestros valores morales, quizás no sólo se estaba refiriendo a los que hoy se sientan en el banquillo.