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Matías Vallés

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La repetición de las elecciones generales es un eufemismo para camuflar la anulación de los comicios precedentes, un concepto muy similar a un golpe de Estado con sordina. Dado que no existe garantía de que las nuevas urnas ofrezcan un resultado bipartidista, el proceso se repetirá hasta que los tozudos ciudadanos aprendan a votar según se les ordene. Se ha cumplido la paradoja brechtiana, es más fácil cambiar de pueblo que de Gobierno. Por fortuna, cuatro años de poder vacío de Rajoy han adiestrado al país para vivaquear en el vigente vacío de poder. El objetivo cumplido es la supresión en el debate de los molestos resultados electorales, la ecuación de la democracia.

Una vez canceladas las elecciones, PP/Ciudadanos o PSOE/Ciudadanos dejan de ser opciones inviables por inferioridad numérica, para convertirse en un lamentable error de cálculo de la población ingrata. Pedro Sánchez asumió incluso el ridículo zarzuelero de defender su chotis estéril con Albert Rivera, en doble sesión parlamentaria. De nuevo, no se trataba de recabar apoyos inverosímiles de populares o Podemos, sino de reprochar a los votantes su miopía ante los candidatos más atractivos físicamente que ha conocido la democracia. En la misma senda, los 69 escaños y cinco millones de votos de Pablo Iglesias suponen una anomalía para un candidato arrogante, adjetivo que jamás podría aplicarse a los humildes Suárez, González o Aznar. La soberbia fue la misma acusación derramada sobre Baltasar Garzón, por lo que la ejecución debe estar próxima. A propósito, los arponeros de Podemos coinciden a menudo con los antiguos entusiastas de Lula, hoy llamativamente silenciosos sobre las maniobras de su mito brasileño para sortear la cárcel por corrupción. Claro que vender el cargo por dinero es menos grave que mostrar arrogancia. O que cobrar sobresueldos en negro.

La promoción de la corrupción, a cargo de los partidos que son inevitables en La Moncloa según los repetidores de elecciones, ha estado a punto de generar la ficción de un Gobierno sin Estado durante la anterior legislatura. Con el suplemento de la parálisis parlamentaria, solo la hiperactividad judicial mantenía en pie a uno de los poderes estatales. El chasco de las urnas ha conducido a un Estado sin Gobierno. Las baterías de un ejecutivo caducado son de corto recorrido, y pronto cuesta distinguir si está en funciones o en ficciones. Los entusiastas de Lula también disponían aquí del ejemplo tranquilizador de la precariedad belga. Sin embargo, cuesta más enarbolar a Bruselas tras cerciorarse de que la policía de dicho país ajusta sus civilizadísimos horarios a las conveniencias de los terroristas.

Mientras se disciplina a los votantes insumisos, cada semana aflora una nueva patología en la autopsia del ejecutivo de Rajoy. El incumplimiento clamoroso del déficit aporta razones suficientes para suspender al Gobierno, y la ocultación deliberada de ese dato en campaña electoral debería descalificarlo sin fianza. Salvo que, en otra excelente llave de judo, la sospecha de que el PP dejará las cosas como las encontró se utiliza para desarmar a un gabinete alternativo, porque los hipotéticos sucesores serán incapaces de asumir los nuevos recortes que impondrá la Unión Europea. Frente a los tradicionales cien días de cortesía, el futuro presidente y sus ministros son arrojados por la ventana antes de tomar posesión, antes de afrontar la investidura, antes de que nadie se atreva a aventurar siquiera sus nombres. El desgobierno debe continuar.

Pobre del historiador obligado a desentrañar el apetito de Rajoy por un cargo que ya no le pertenece. Almunia obtuvo en 2000 un millón de votos más que el PP en el 20-D, y dimitió de inmediato con la vitola del peor candidato que vieron los siglos. En cambio, el líder popular alardea de su triunfo hueco. En la escena europea en que Rajoy asegura confianzudo a Cameron que sus rivales no se pondrán de acuerdo, la noticia no reside en la infidencia de los micrófonos, sino en el estupor del premier británico ante un supuesto candidato que ni siquiera simula pelear por La Moncloa. La buena noticia es que la saña al despojar primero al Estado y más tarde al propio Gobierno, concluye con un ejecutivo que se está quedando sin partido. El secuestro de los votantes populares por la cúpula de la organización peca de evidente, aunque el riesgo de extinción lo predique el número dos de Esperanza Aguirre en el ayuntamiento de Madrid. Y es que todo poder desgasta, pero el poder en funciones desgasta absolutamente.

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