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La soledad del escritor de fondo

Y el «Boom» hispanoamericano entró a saco en España cuando la mayoría éramos bachilleres por desasnar, felices, cetrinos, lampiños e indocumentados. Había farolas lloronas rodeando el instituto nocturno, chicas con querencia al magreo y bedeles ceporros con barba de tres días.

Leíamos con codicia en la cantina un castellano nuevo o un castellano viejo renacido, un cloqueo de palabras lleno de música y arrabales y pontificábamos sobre cuál de ellos era más certero. Melquíades, el gitano de «Cien años de soledad», se hacía con todos los «fierros» de Macondo arrastrando un imán gigantesco. Una mujer salía volando por los aires cuando tendía la ropa. Un remoto pueblo abandonado era un hervidero de vida de ultratumba. Juan Rulfo hacía hablar a los muertos en «Pedro Páramo». Un hombre asistía a su propio asesinato al dictado del libro que estaba leyendo. Julio Cortázar, el cronopio gigante, vagabundeaba al límite de sus delirios. El atildado Borges inventaba historias verídicamente falsas con rigor científico. Ernesto Sábato nos metía por túneles sin luz ni salida. Nacía el realismo mágico. A todo esto que venía de ultramar y ya menudeaba en los libros de texto lo llamaron el «Boom» porque, sin duda, más que un movimiento literario, más que una generación de escritores fue una explosión, un zasca en toda la boca a la literatura patria que se nutría de resabios y de su glorioso pasado. Aquí nadie inventaba nada. Quizá Cela y el tremendismo. Umbral y el golferío hecho poesía, los nueve novísimos con Leopoldo María Panero a la cabeza, la generación de Carmen Martín Gaite y los cuentos solanos de Aldecoa. Pero el bombazo lo traían los latinochés y, a mitad del siglo veinte, la literatura en lengua castellana probó otras andanzas, otras industrias, otros caribes, otra vuelta de tuerca al idioma con la herramienta de Quevedo, Cervantes o Lope de Vega. Literatura con mayúsculas, literatura de fondo, apartada de toda frivolidad, escritores en su ensimismamiento conscientes de estar haciendo historia. Casi todos están muertos. Casi todos dialogan por lo bajo en el mundo transparente y yerto de «Pedro Páramo». Menos Vargas Llosa. Leí con codicia «La ciudad y los perros» entre clase y clase, en la cantina de un instituto. Don Mario era la luz de las farolas y el llanto de los tejados cuando se encapotaba el cielo. Don Mario era el escritor de fondo en cuya soledad instalábamos la tienda de campaña. Hasta que Vargas Llosa empezó a aparecer en las revistas. Hasta que Vargas Llosa empezó a entrar y salir en los amenes del corazón y en la prensa del bazo y el bajo vientre. Hasta que don Mario se olvidó de la tía Julia y acabó, octogenario, en brazos de una profesional de la escalada. ¿Por qué, digo yo, las profesionales de la escalada en la pirámide social, jamás se enamoran de un albañil, un parado, un anodino maestro de escuela o un electricista? Pregunto.

Y se nos cayeron encima los palos del sombrajo del instituto nocturno donde esnifábamos niebla, aroma a hembra y letra impresa.

El otro día «El Jaguar» don Mario celebró su ochenta cumpleaños por todo lo alto acompañado de gente muy principal y rumorosos flases. El «Hola» estará que arde. Lo bueno que tiene la edad, y la mía es ya casi provecta, es que la desmitificación es menos cruenta y los mitos que alzamos a los altares antaño, caen sin mayores traumas hogaño.

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