Es inevitable que cada cierto tiempo el debate sobre las provincias y las diputaciones se reabra: está en la naturaleza de las cosas, pues es un terreno propicio para que juegos de poder más o menos soterrados afloren bajo el benigno manto de «lo natural». Nada más fácil que provocar, entonces, un primer equívoco: la confusión entre la provincia, esto es, un territorio definido legalmente, y la Diputación, o sea, la institución que coincide con ese territorio. Esto es una mixtificación ya que sobre el mismo territorio tienen también competencias políticas y administrativas otras instituciones como la Comunidad Autónoma o el Estado central. Cuando un Presidente de la Diputación, por poner un ejemplo simple, se erige en único representante de la provincia suele cometer un abuso. Al menos, en un sistema democrático, debería admitir que el resto de representantes políticos defienden con el mismo ahínco ese territorio y a sus gentes. Otra cosa, discutible, es si se hace con acierto o no. Desconfiemos, por tanto, de los que llevados de su amor lo proclaman tratando de ocultar algunos intereses. No hace tanto, por ejemplo, nadie amaba más nuestra provincia que la CAM, es decir, sus dirigentes. Y ya ve usted. El PP siempre ha amado mucho esta provincia, y no dudó de demostrarlo, hace años, machacando todo lo que pudo, y un poco más, a la Universidad de Alicante. Hay amores que matan.

Otro equívoco perdurable: el que quiere que las Diputaciones sean instituciones de descentralización del Estado. Nada más lejos de la realidad. Las Diputaciones fueron creadas, tras el reparto provincial -nada natural en muchos casos-, para asegurar la centralización del Estado liberal, siempre estrecho de miras, cicatero y pobre entre nosotros. Los Jefes Políticos -luego Gobernadores- y las Diputaciones -dejemos de lado los ejércitos- eran mecanismos para operar sobre el territorio, meras correas de transmisión de las decisiones adoptadas en Madrid y, por lo tanto, aparatos para aniquilar o al menos controlar los impulsos autóctonos. Con el paso de los años esa maquinaria «fría» adoptó otro carácter: se le atribuyó una función nacionalizadora, la de convertir en «españoles» a un magma de población fiel a dispersas identidades. El éxito alcanzado en esta materia fue desigual, como es evidente. También ha tenido otras funciones, como la electoral, pero de ninguna manera ello ha sido una constate. La opción de la Ley Electoral de la Transición y de la propia Constitución fue la garantía para que las élites tardofranquistas se sintieran seguras: el modelo centralizador podía pervivir aunque llegaran las amenazantes e inevitables autonomías y las correcciones al sistema proporcional se operaban porque la desigualdad demográfica de las provincias garantizaba un peso desproporcionado al sufragio conservador. Lo ha demostrado brillantemente Javier Pérez Royo en su último libro.

Y es que las Diputaciones han sido un eficaz instrumento para aglutinar élites locales, generando muchas veces un clientelismo paternalista, poco convincente en el moderno Estado social pero muy difícil de desarraigar en mentalidades que siempre podrán recordar la carretera que llega hasta un pueblo o las nostálgicas épocas en que no había más museo que el de la capital. Y de eso se trata: de erigir capitales que conformaran masa crítica, que concentraran un poder capaz de trasladar la sensibilidad de los poderosos a la capital de España o a sus representantes. La literatura está llena de estas cosas, sobre todo la que retrata la Restauración, tan poblada de caciques provinciales. Se me dirá que es argumento antiguo. Lo es. Pero lo es porque las fuerzas democratizadoras de 1978 también entendieron que las Comunidades Autónomas eran imprescindibles para alterar el peso de las élites con capacidad de controlar el Estado. ¿Podía hacerse ese doble movimiento conservación/reforma sin grandes contradicciones? No. Pero el peso de la inercia es enorme y la nueva inercia está presidida por la lucha partidaria o por alcaldes y politiquillos temerosos de perder de vista sus certidumbres recibidas, que nada es más fácil que envolverse en la bandera de la provincia para criticar un poder que, por definición, es más lejano. Y así se activa el conflicto estructural -no la anécdota momentánea-. En Elche se enfadan porque todos las dotaciones culturales de la Diputación -o las principales- están en la lejanísima capital provincial. Y los cultos de la capital se animan a culpar «a València» de la carencia de museos o conciertos. Y en Alicante nadie se siente especialmente concernido por la necesidad de reclamar una mejor financiación para toda la Comunidad, pues, mire usted por dónde, parece que ese querido «Madrid» no es el auténtico responsable de la crisis que ahora impide hacer museos u hospitales. Lo que, por cierto, a diferencia de otros asuntos, puede computarse al céntimo. La provincia sigue sirviendo para estructurar sistemas de agravios estrechos, cotidianos, amigablemente perdurables. Es muy fácil la queja en ese esquema. Y, en muchas ocasiones, auténtica: Alicante puede recibir, por ejemplo, menos inversiones per cápita que las que le corresponden. Que Valencia o Castelló reciban menos que Alicante no importa una vez que uno se lanza a ese discurso. Que buena parte de las inversiones no sean territorializables -la gran mayoría de las de mi Conselleria, sin ir más lejos- tampoco importa.

Dentro de ese esquema todo son principios abstractos. El provincialismo es una «ideología disponible», que puede usarse siempre que un notable lo necesite, porque siempre habrá algo que reivindicar. Lo razonable es criticar a la mayoría parlamentaria o al Consell de turno, que, sin duda, muchos errores comete con estas cosas. Pero es más fácil, estúpidamente más fácil, echar la culpa a «Valencia». Sin apreciar el marco competencial de la Constitución, sin, insisto, hacer un pensamiento sobre la deuda histórica o los déficits en la financiación. Cuando Hitler invadió la URSS el falangista diario «Arriba» colgó un cartel enorme en su fachada: «¡Rusia tiene la culpa!». Pues eso.

No quiero ni pensar las almas sensibles que estoy tocando, las afiladas plumas como navajas que estarán preparando su respuesta. Sea. Bien piense el noble y enfadado contendiente que va a tener difícil mostrar un amor a la provincia de Alicante, a este sur que he paseado y vivido y vivo con dedicación, superior al mío. Pero dejemos eso que es cosa de intangibles intenciones. Diré que lo que me apremia, y no como a otros, es proponer un debate serio y no basado en apriorismos. ¿Deben desaparecer las Diputaciones? Lo que me interesa realmente es cómo reconstruir el Estado de las autonomías, que no está para resistir mucho más con su modelo actual. En ese marco me parece que sería bueno que en el nuevo pacto federal cada Comunidad decidiera democráticamente el modelo de organización territorial interna. Pero también creo que, en la realidad actual, es tan legítimo defender el modelo existente como defender la aplicación de normas y principios que reconfiguren el territorio de manera flexible -mancomunidades, áreas metropolitanas, áreas intercomarcales, áreas funcionales, acciones estratégicas...- y buscando la coordinación entre todas las administraciones. Curiosamente la Generalitat está mucho mejor dotada para favorecer esa flexibilidad que unas Diputaciones que sólo pueden entender el lenguaje del centralismo provincial, pues cualquier otra cosa significaría negar su esencia. La clave, en todo caso, consiste en apreciar qué modelo favorece más las necesidades y urgencias del Estado del bienestar: ahí es donde nos la jugamos y no en las pequeñas, aunque legítimas, gotas de dolida identificación. Mientras tanto, lo que es seguro es que lo que es bueno para la provincia de Alicante es bueno para la Comunidad Valencia y que lo que es bueno para la Comunidad Valenciana es bueno para la provincia de Alicante.