Uno de los fenómenos que más preocupan en los últimos años es el de la desigualdad, no solo por experimentar un crecimiento tan imparable como acusado, sino por los efectos devastadores que genera en las sociedades y las perturbaciones que alimenta sobre el futuro. Solíamos pensar que la pobreza era la causa última de graves problemas sociales, económicos y humanos, mientras que durante mucho tiempo se ha insistido en que esa pobreza tenía una relación directa con el ingreso, con la renta disponible y la riqueza generada. Sin embargo, se ha abierto paso una variable decisiva para comprender mejor estos procesos de la mano de la desigualdad, entendida como la distancia que separa a los más ricos de los más desfavorecidos, a los que más tienen frente a los más pobres.

La preocupación por este grave problema ha llevado a importantes autores a realizar destacados estudios que ofrecen visiones complementarias en fechas muy recientes, desde el impresionante trabajo de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, hasta el libro más reciente del premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, El precio de la desigualdad, sin olvidar otros investigadores que en nuestro país vienen trabajando con intensidad, como los profesores Vicenç Navarro o Antón Costas. Todos ellos comparten su alarma por los acusados procesos de acumulación de riqueza, renta y patrimonio en los países occidentales, incrementados durante los años de la crisis como consecuencia de las políticas de austeridad aplicadas, que han beneficiado todavía más a los que más tienen, al tiempo que han destruido o reducido los efectos de unas políticas sociales redistributivas mientras los salarios bajaban y el desempleo se extendía.

Por ello resulta ofensivo que nos hablen de recuperación o crecimiento, ignorando de forma negligente los efectos de estos procesos de acumulación tan salvajes que se están dando en países como el nuestro, que tiene junto a Estados Unidos el deshonroso honor de ser uno de los países occidentales más desiguales del mundo. Al hacerlo tratan de perpetuar los fundamentos de una economía que beneficia a los más ricos y poderosos, que son quienes más capacidad tienen en influir en la agenda política, a costa de dinamitar los principios de justicia social y democracia. Pensemos por un momento en lo que ha sucedido en nuestro país en los últimos años con los bancos, las eléctricas o las constructoras, quiénes son sus propietarios y cuánto dinero se les ha inyectado desde los esquilmados presupuestos públicos y desde nuestros bolsillos para comprender lo que decimos.

Otros enfoques arrojan todavía más elementos de preocupación sobre el crecimiento de la desigualdad en nuestras sociedades, como los diferentes estudios que se están realizando desde Naciones Unidas, que ponen el acento sobre las opciones y la autonomía personal al limitar el acceso a bienes y servicios esenciales, reduciendo la movilidad social, las posibilidades vitales y las oportunidades personales.

Pero en mi opinión, el mejor estudio que hasta la fecha se ha realizado es el trabajo de los profesores de la London Economic School, Richard Wilkinson y Kate Pickett con el sugerente nombre de Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva. Para estos investigadores, no es la pobreza la causa última de graves problemas sociales como el fracaso escolar, la violencia, las toxicomanías, la criminalidad, la exclusión social o la marginalidad, dado que también existen en gran medida en las sociedades más desarrolladas, aunque con intensidades distintas. Para Wilkinson y Pikett, la clave de estos graves problemas no es la pobreza, sino la desigualdad, determinando procesos de epidemiología social más o menos devastadores que condicionan el presente y determinan el futuro de países y regiones enteras. Mediante una serie de índices compuestos y muy originales, estos autores han establecido que las sociedades donde hay mayor calidad de vida se da en los países más igualitarios, mientras que por el contrario, las sociedades con peores indicadores de calidad son los estados más desiguales, con Estados Unidos a la cabeza. Lo novedoso del enfoque es determinar los efectos destructivos de las desigualdades en términos de patología social, algo que se puede trasladar también a nivel de ciudades o barrios. Pensemos por ejemplo, en el caso de Alicante, con los acusados procesos de desigualdad que se dan entre barrios de la zona Norte de la ciudad y los barrios de las playas para comprender algunos de los fenómenos a los que nos referimos.

De manera que si queremos construir una sociedad mejor, ciudades mucho más habitables y con mayor calidad de vida, donde las personas sean más felices, tenemos también que reducir la desigualdad y redistribuir mejor lo que tenemos. Si no lo hacemos, el precio que pagaremos será muy doloroso.

@carlosgomezgil