Queremos creer que la reciente visita de Barack Obama a Argentina y a Cuba se enmarca dentro de una nueva actitud que el Gobierno de EE UU quiere implementar en sus relaciones con los países de América del Sur. Como sabemos, desde los años 50 del pasado siglo hasta finales de los años 90, EE UU se dedicó a intervenir en la política interna de países como Guatemala, Nicaragua, Chile, Uruguay o Argentina, injerencias que tenían como misión la eliminación de los incipientes procesos democráticos que trataban de ponerse en marcha por primera vez desde la emancipación de estos países de España, colocando a dictadores títeres bien subvencionados que obedecían las líneas maestras de Washington, así como convertirlos en colonias económicas para uso y disfrute de importantes empresas norteamericanas.

La importancia de esta visita radica en que por primera vez un presidente de los EE UU ha admitido de manera clara la sinrazón y el error que supuso el apoyo que sucesivos Gobiernos de EE UU dieron a dictadores que ejercieron el poder sobre la población con mano de hierro, apoyados por el ejército y la jerarquía católica de cada uno de los países, convirtiendo en objetivo de torturas y encarcelamientos sin juicio previo de ninguna clase -ni siquiera fingidos como hizo el franquismo en la posguerra española- a estudiantes, sindicalistas y maestros de escuela que para los dictadores siempre han sido elementos muy peligrosos para la estabilidad de cualquier país.

No se disculpó Obama de manera explícita por la actuación de sus servicios de inteligencia en el golpe de Estado que se produjo en Argentina en 1976 pero sí reconoció el oscuro pasado de EE UU, sobre todo en la década de los 70, que propició y auspicio golpes de Estado que echaron por tierra los tímidos avances que en materia de derechos humanos y de democracia se habían desarrollado poco a poco desde la década de 1950. Las dictaduras que asolaron los países suramericanos tuvieron características muy similares: una supuesta conspiración comunista, miles de detenciones, torturas generalizadas y desaparición de un número de personas cuyo rastro se pierde en cuarteles militares convertidos en centros de tortura.

Buena parte de estos dictadores tuvieron como ejemplo a seguir la dictadura española franquista. El mejor ejemplo de ello fue Augusto Pinochet que siempre se consideró admirador de la figura del dictador Franco, de sus métodos y de su ideario. Una de las principales enseñanzas que los militares argentinos y chilenos recibieron de España fue el uso generalizado de la picana eléctrica como medio extremo de tortura, es decir, la aplicación de descargas eléctricas en partes sensibles del cuerpo humano. También la desaparición de asesinados y el robo de bebés de madres presas. A pesar de las similitudes entre el régimen dictatorial franquista y las dictaduras de América Latina, como el ejercicio de la violencia de manera continuada en el tiempo, la represión sistemática de opositores o las desapariciones, asesinatos y enterramientos en lugares desconocidos, la principal diferencia estriba en que en España la dictadura surgió tras una guerra civil que en el caso de los países suramericanos no se produjo.

La velada disculpa que desde la derecha española se ha hecho de los regímenes brutales que imperaron en América Latina supone un vano intento de modificar la historia para acomodarla a sus intereses políticos y para justificarse a sí mismos su pasado familiar durante la dictadura franquista. Es decir, se intenta extender la causa del régimen franquista, un golpe de Estado seguido de guerra civil, a otros países para querer convencer a los incautos que lo que ocurrió en España fue algo inevitable, siendo la prueba de ello que también sucedió en otros países. Decir que dictaduras como la de Augusto Pinochet en Chile, la de Videla en Argentina o la de Alfredo Stroessneren Paraguay fueron la consecuencia de guerras civiles no sería más que una de las muchas ideas absurdas y descabelladas que tenemos que oír en según qué ámbitos. En realidad es una actitud que, en el caso español, no nos sorprende habida cuenta que ya estamos acostumbrados al negacionismo y al revisionismo histórico de seudo historiadores como el exterrorista Pío Moa.

Con la asunción de responsabilidades por las decenas de miles de asesinatos y desaparecidos ocurridos durante la dictadura Argentina, Barack Obama marca el camino de lo que debe ser la futura política exterior de su país. Que un presidente de EE UU admita su parte de culpa abre la vía a la petición de responsabilidades por otros casos parecidos cuya intervención en políticas internas produjeron desastrosas consecuencias para cientos de miles de personas. En la historia reciente EE UU ha sido capaz de hacer lo mejor y lo peor. No olvidamos que combatió al nazismo en Europa, sacrificando cientos de miles de vidas en un conflicto lejano, pero al mismo tiempo, como sabemos, ayudó a encumbrar a dictadores que una vez en el poder daban carta blanca en sus países a la colonización de empresas norteamericanas.

Debemos aplaudir el gesto de Barack Obama como lo que es: el principio de un largo camino que debe desembocar en un nuevo orden político basado en la concordia y el respeto internacional. Lo hacemos mientras recordamos a todos aquellos ciudadanos argentinos -estudiantes, sindicalistas, periodistas y maestros de escuela- salvajemente torturados y cobardemente asesinados que cuarenta años después sus familiares continúan buscando.