Las guerras son una constante en el ser humano. A lo largo de la historia, un altísimo porcentaje de tiempo vivido ha estado contaminado por la guerra: según el profesor Trevor R. Bryce, en los últimos cinco mil años, noventa y cuatro de cada cien de esos años están ocupados por conflictos a gran escala en una o varias partes del Planeta. Ante esta desolación, algunos afirman sin reparo que existen guerras útiles porque convierten el mundo en un lugar más seguro y próspero; o lo ven como un mal menor que aligera el exceso de personas. Algunos incluso lo afirman en calidad de historiadores o politólogos -¿cínicos, miopes?-. Lo seguro es que los perdedores y los desechados seguro que no son de la misma opinión.

La guerra es un signo de la parte oscura humana de la que se jacta y encima crea una cultura de vida con lo bélico. Provocar una guerra es inútil siempre, y así lo viene advirtiendo siglo tras siglo la homérica Ilíada. Aquél conflicto fue el paradigma de guerra inútil en el que todos pierden. Algún lector quizá pueda imaginarse beneficios gracias a la existencia de tal o cual conflicto armado, pero su imaginación no suele llegar más allá de sus propios intereses.

Tal y como están las cosas, va a ser difícil sacarnos de la memoria aquel Trío de las Azores con Bush, Blair y Aznar dando la patada al avispero de Iraq con el inconfesable objetivo del control geopolítico de la zona y el control del petróleo (no sólo su extracción). Luego llegarían los atentados de Nueva York, Londres y Madrid y todo ha ido a peor con nuevos errores e injusticias hasta encontrarnos de bruces con la guerra yihadista en plena capital de la Unión Europea.

Lo de Siria es todavía más bárbaro e indigno. Un dictador bombardea y destruye a su propia gente. Muertos, destrucción masiva y cientos de miles de refugiados que junto a los que se acumulan de otros conflictos, se cuentan por millones. Mientras tanto Rusia y China han ejercido su derecho de veto en la ONU para que no se condene al régimen de Assad. El derecho no escuchado de asilo a las puertas de Europa nos recuerda el principal fracaso colateral de las guerras modernas, donde las víctimas son mayoritariamente civiles, y no militares.

Nada hay mejor que la cultura de la paz. No existe la guerra buena, y jamás podremos justificar a quien propicie una guerra, como tantas veces se ha hecho. Lo bélico mueve miles de millones y suele estar alimentado por la codicia y el odio ¿Por qué no son capaces los gobernantes de aliarse para extender la paz? ¿Qué habría pasado si Aquiles siguiendo su primer impulso hubiese vuelto a su casa de Ftía para retirarse con los suyos? La Ilíada finaliza como todas las guerras, con vidas destrozadas, un rosario de funerales, duelos inconsolables y el fracaso de la vida humana. Homero, en fin, no vacila en este juicio: la vida es más valiosa incluso que la gloria; y lo pone en boca de Aquiles, el héroe de la guerra de Troya.