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Tomás Mayoral

Amor de clase

Yo no sé si Pablo Iglesias será o no un buen político. Pero intuyo que este hombre tiene que ligar una barbaridad. Un tío con toda la melena como él (es envidia, miren arriba), con esa planta de echao p'alante, con esa inteligencia casi hiriente, con ese verbo florido y con esas citas certeras y galantes («Es bueno empezar por lo que nos une» le escribió ayer a Sánchez en un libro de baloncesto que le regaló, qué detalle), un tío así, digo, tiene que tener un éxito que no le desearía ni a mis mejores amigos.

Además, le obsesiona el amor. No ha parado de hablar de él desde que se subió a la tribuna del Congreso. Tanto ha hablado de amor que algún cronista político, ya saben lo rebuscados que son los de su bancada, llegó a decir que lo suyo con Sergio Pascual, el hombre de Errejón al que laminó con una limpieza quirúrgica, no había sido otra cosa que un crimen pasional. «Nos envidian cómo nos queremos», largó como quien larga una media verónica a un Vitorino en un documento interno de Podemos el mismo día en el que pasó por las armas al estupefacto Pascual. Eso es arte. Y cuadra con la cualidad de imprevisible que todo buen seductor debe montar de serie. Por contra, a Pedro Sánchez le veo como un tipo serio, con buena planta, pero seguramente torpe a la hora de definir en el área pequeña de las cosas del amor. Un guapo soso, vamos. Creo que las señoras, y muchos caballeros, comprenderán a qué me refiero.

¿Cuánto durará lo suyo en una pareja como esta? Si yo fuera Sánchez, me tentaría la ropa cuando un ligón como Iglesias vira el rumbo como lo ha hecho y te tira los tejos con cariño, después de haber intentado conquistarte durante semanas con una sesión a lo «Sombras de Grey». Del sado al hecho, hay un trecho. Algo debe haber pasado para que donde antes hubo látigos y vicepresidencias haya hoy promesas de sacrificio, altar y amor eterno. Y Errejón lo sabe.

En el campo de Cupido siempre se ha prometido mucho. Y siempre hasta que la consecución de los objetivos hacía que decayera el interés. Las madres decían que eso era amor «interesado». Y en el particular «¿Qué hacer?» de Iglesias tan súbita metamorfosis no deja de ser un requiebro muy leninista para recordar que todo vale cuando se trata de alcanzar el poder y conseguir doblegar a los enemigos de clase. Pero no me pregunten de qué clase. Este de Lenin no me lo leí hasta el final.

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