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La doble cara de «la autopista»

En la jerga de mi tierra, «la autopista» es la de la costa, más precisamente de Gandía hacia arriba, con un añadido de Campello hacia Benidorm. Hacía tiempo que había optado por otros transportes, sobre todo el tren, pero en esta ocasión las combinaciones y horarios no cuadraban y al final aposté por la carretera, lo cual tiene desventajas -no puedes leer, ver una peli o jugar con la tablet durante el viaje-, pero luego tienes más libertad en destino.

Así que, circunvalada Valencia, cogimos el ticket y -¡«oh, milagro!», ahora sólo se paga una vez hasta Barcelona, pero cómo: más de 36 euros. Casi lo que cuesta el billete del Euromed. Después, hasta la frontera, 13 euros más. O sea, en números redondos, 100 euros entre ida y vuelta. A partir de ahí, entre La Jonquera y Carcassonne, 12,50 euros, lo cual es una tarifa bastante más llevadera en proporción con las anteriores, pero desde luego no hay ni punto de comparación con los servicios.

Evidentemente, es una opción, porque puedes coger la carretera nacional, más cargada, que pasa por dentro de las poblaciones, lo cual puede duplicar la duración del viaje y posiblemente también el coste en combustible -que también hay que contarlo-, lo que actúa como elemento disuasorio de cara a su empleo para desplazamientos largos.

Ahora bien, a pesar del tiempo transcurrido, lo que he podido corroborar es que si la tarifa es de tarjeta oro y cinco tenedores, el servicio al usuario deja mucho que desear en su conjunto. Dejando de lado que si el firme de algunos tramos necesitaba hace diez años algún que otro repaso, ahora lo clama con urgencia, las prestaciones a los viajeros podrían ser correctas en otra época, pero en estos tiempos desde luego no lo son, máxime cuando el usuario viene de otro país y puede hacer comparaciones.

Desde luego, son odiosas, pero las equiparaciones ponen en justa medida a cada uno. Entre Carcassonne y la frontera española hay, como aquí, un área de servicio cada 40/50 kilómetros, pero allí hay un «aire» cada diez, más o menos, con zona de aparcamiento, bancos de madera y servicios (de los que resuelven urgencias) justo al lado del coche. «Aquí», a la vuelta, entramos en La Plana tras 50 kilómetros esperando un sitio y emprendimos la odisea de buscar los servicios (los necesarios): escalones hasta la puerta, una escalinata -con ascensor añadido, ¡menos mal!-, un pasillo para correr los cien metros lisos, otra escalera, ahora de bajada y, al fondo, los aseos. ¡Pobre del que los busque con urgencia! Puede chocar contra un cristal entre caramelos y discos compactos de Dean Martin, desconcertado en un laberinto de pasillos, no en este área, pero sí en alguna de la periferia de Barcelona.

Evidentemente son unas vacaciones, por lo que hasta la próxima ocasión no hay que pensar en ello y lo que gastas por un sitio lo ahorras por otro. Dejaremos para los expertos culinarios la valoración de los restaurantes y sus precios, así como la calidad del café de las máquinas automáticas que han proliferado, aunque tampoco resisten la comparación exhaustiva con nuestros vecinos de más arriba.

Pero sí me preocupa todo esto por el usuario «obligado», el camión de Transportes Exit que lleva mercancías made in Alcoy allende fronteras, o los profesionales o productores de Elda, Elche, Alicante... obligados a tener que emprender y pagar el camino de manera habitual. «Religiosamente», por utilizar un término adecuado para las fechas vividas.

Sería deseable que «alguien» tomara cartas en el asunto, pero lo veo difícil dada la situación política y, sobre todo, el contrato que en su día las autoridades franquistas establecerían con las empresas concesionarias, que pusieron la pasta sobre la mesa para su construcción. Y además, si la concesión acabara mañana (en teoría, lo hará el 31 de diciembre de 2019, pero me gustaría verlo...) el Estado tampoco tendría recursos para cambiar las cosas, salvo a través de una nueva contrata que en tal caso volvería a poner en marcha el círculo vicioso.

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