Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Bartolomé Pérez Gálvez

Cuestión de prioridades

Coincidiendo con el parto de la burra para ver quien acaba en Moncloa, la Comisión Europea ha publicado los últimos datos de su oficina estadística, Eurostat. Sería una lástima que, en plena semana vacacional, compararnos con el resto de Europa pudiera caer en saco roto. Basta con echar un vistazo a los resultados para hacerse una idea de cuál es el camino a seguir. Los números serán fríos, de acuerdo, pero ofrecen más objetividad que las opiniones basadas en el desconocimiento o, en el mejor de los casos, en ilusos idealismos. Cuando menos, merecen cierta reflexión.

El informe de Eurostat sigue evidenciando que la administración pública española no está, en absoluto, hipertrofiada. Cierto es que los servicios públicos son bastante más ineficientes de lo que sería admisible; ahora bien, en absoluto están sobredimensionados. Por supuesto que hay servicios que merecen ser suprimidos por no ser prioritarios o estar duplicados. Sin embargo, nuestro gasto público no es más elevado que el de la mayor parte de los países europeos con los que debiéramos compararnos. Por ejemplo, presentamos unas cifras prácticamente similares a las de Alemania. El coste de nuestros servicios públicos corresponde al 44,5% del PIB español, situándonos en mitad de la tabla entre los 28 países de la Unión Europea. Otra cosa es que no lleguemos a obtener los ingresos necesarios para financiarlos y estemos obligados a solicitar dinero a los mercados. Tal vez la solución no se encuentre en disminuir aún más el gasto público -que, por otra parte, no deja de ser riqueza nacional-, sino en mejorar la financiación. Supongo que, al margen de la sufrida clase media, alguien más deberá arrimar el hombro en este país.

Les invito a que analicen la relación entre las necesidades de la ciudadanía y la distribución presupuestaria. Llegados a este punto, los datos de Eurostat constituyen un buen instrumento de guía para futuros gobiernos. Los presupuestos son vasos comunicantes y, en consecuencia, la preferencia hacia determinadas áreas de actuación conlleva implícitamente el perjuicio de otras. Ésta es una realidad que deberíamos asumir: no hay para todo y, por tanto, habrá que decidir qué sacrificar para mantener determinados servicios. No queda otra, mientras no dispongamos de un sistema fiscal más equitativo, en el que no sigan escapándose contribuyentes -tanto por arriba como por abajo- ni siendo tan complacientes con la economía sumergida. Cuando no es posible nadar en la abundancia, hay que tener claridad de ideas respecto a qué es lo prioritario y qué lo superfluo.

En su conjunto, las administraciones públicas españolas destinan más presupuesto que la media europea -siempre en términos de porcentaje del PIB nacional- en áreas como la justicia y la seguridad ciudadana; el apoyo a la industria, el comercio y la agricultura; los servicios que la UE denomina «generales» como los organismos legislativos y ejecutivos, o los costes derivados de la deuda pública; e, incluso, en la cultura y el ocio. Estas son las áreas en las que invertimos en mayor medida que las demás naciones del continente. Por cierto, con un acusado continuismo que evidencia que esto de cambiar de gobierno no significa, en absoluto, una modificación sustancial en la priorización de los servicios públicos. Otra cosa es lo que nos cuentan.

Lo problemático es que nos situamos a la cola en las políticas que abordan las necesidades de mayor trascendencia social. El sistema sanitario apenas recibe el 6.1% del PIB nacional, por detrás de países como Portugal, Eslovenia o Croacia y a la par que Malta. No son ejemplos con los que debiera estar comparándose un sistema que llegó a ser un referente mundial, tanto en calidad como en derechos. En la última década, la inversión pública en el sector sanitario ha crecido, sí, pero apenas medio punto en términos del PIB. Una jodida miseria cuando se parte de un déficit histórico. En este contexto se hace imposible asumir adecuadamente el cuidado de la salud de una población cuya esperanza de vida se sitúa entre las más elevadas del planeta y, por ello, presenta más necesidades de atención. La sanidad española está sobrada tanto de experimentos como de discursos populistas. La solución pasa por priorizarla presupuestariamente y aportar esos 12.000 millones de euros que nos situaría en el promedio europeo, a la par de que se modifica profundamente su funcionamiento interno. Lo demás son cantos de sirena.

Si el sistema sanitario sigue estando relegado en las cuentas públicas, la situación de la educación es mucho más vergonzosa. Los presupuestos continuistas de las administraciones públicas siguen permitiendo que el sistema educativo español se sitúe a la cola de sus homólogos europeos. Con un triste 4.1% del PIB, solo Rumania invierte menos que nosotros y estamos muy alejados del 6.2% que destinan, por ejemplo, nuestros vecinos portugueses. A estas alturas ya deberíamos ser conscientes que, en una sociedad globalizada, un país con limitaciones tan severas en la enseñanza no tiene futuro alguno. Solo en Portugal y Malta encontramos una tasa más elevada de ciudadanos que no han superado los estudios primarios. Con el actual nivel educativo de su capital humano, España nunca podrá ser competitiva. Una cuestión de Estado que sigue cayendo en el olvido.

Parece evidente que el reparto del pastel no coincide con las necesidades que apunta el ciudadano de a pie. Y, puestos a tocar fondo, Eurostat nos saca los colores objetivando el abandono de las políticas de apoyo a la infancia y a la familia. Aquí somos los que menos aportamos de esos cuatro duros que tenemos para gastar. En fin, que las necesidades básicas siguen sin ser contempladas en los programas de gobierno. Que una cosa es predicar y otra, bien distinta, dar trigo.

Dudo que, con estos mimbres, tengamos capacidad para reconstruir el país. Quizás sobren los discursos y debamos empezar a aplicar la lógica ¿No creen?

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats