Tras la Iª Guerra Mundial parecía que Europa había aprendido una importante lección de la Historia para no volver a repetirla. Sin embargo la mayoría de la sociedad prefirió el cancaneo de los felices años veinte -de falso celofán, superficialidad y esnobismo- ajena a que bajo esa aparente placidez se imponía a sangre y fuego en la Unión Soviética una de las dictaduras más criminales que haya conocido la Humanidad, el comunismo de Lenin y Stalin, al tiempo que Hitler empezaba a plantar las semillas del nazismo. Mientras eso se gestaba, la frívola Europa, ahíta de hedonismo pequeño burgués; sus dirigentes, sembrados de iluminado pacifismo; los medios de comunicación, escribiendo el mundo feliz; y algunos intelectuales, más pendientes de la estética comunista y su utópica revolución proletaria que de la ética; todos ellos, digo, miraban hacia otro lado en un alarde de suicida ceguera que no presagiaba nada bueno.

En 1933 Hitler era nombrado Canciller de Alemania; en 1938 se producía el Anschluss de Austria y el Pacto de Múnich (donde dos demócratas, Hitler y Mussolini, convencían a dos pacifistas, Daladier y Chamberlain, para entregar los Sudetes checos al nazismo); y en 1939 comenzaba la IIª Guerra Mundial. El resto de la historia la conocen ustedes dos. Pero gusto recordar la mordaz sentencia que tras el vergonzoso Pacto de Múnich dedicó Churchill a Chamberlain, primer ministro británico: «Os dieron a elegir entre el deshonor o la guerra; elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra». Europa pasaba de la miopía a la ceguera absoluta. ¿El resultado?: más de 50 millones de muertos. Chamberlain murió al año de comenzar la guerra y a Daladier, jefe del gobierno francés, lo internaron los nazis en el campo de concentración de Buchenwald hasta que fue liberado por los americanos, esos yanquis tan odiados por nuestros progres. Qué paradoja.

Han pasado setenta años, estamos en el siglo XXI, y lo que en principio solo parecían síntomas de una nueva miopía europea se ha transformando en ceguera absoluta. Vean. 2001: atentados de las Torres Gemelas de Nueva York; 2004: Atocha en Madrid; 2005: Londres; 2010: nacen las primaveras árabes, aplaudidas y apoyadas por Europa; 2015: atentados de París y Estambul; y esta semana, Bruselas. No son los únicos. El siniestro goteo de muerte se ha cebado en muchos países del mundo. ¿El resultado?: decenas de miles de muertos y heridos. Es la parte variable del terrorismo. Pero hay un denominador común: es terrorismo islamista radical (Al Qaeda, Boko Haram, Daesh?). Ahí radica la ceguera que afecta a Europa. Por mor del pueril buenismo (véase la Alianza de Civilizaciones), de la renuncia a los valores cristianos que forjaron la esencia europea, la democracia, la libertad y los derechos humanos; por culpa de cobardes complejos, de la multiculturalidad en una sola dirección, de la mediocridad de políticos y medios de comunicación que silencian la realidad tratando a la ciudadanía como a imbéciles; por culpa de la pose progre de una sociedad a la que le importa más comprender a los verdugos que a las víctimas; por culpa de todo ello, Europa no quiere reconocer su grave problema.

Las pasadas Navidades se producían en Colonia y otras ciudades europeas un gran número de agresiones sexuales a mujeres por parte de «personas de aspecto norteafricano y árabe», según el relato de víctimas y policía. Ataques sexuales, violaciones, agresiones físicas y robos. Siguiendo con la ceguera, autoridades y medios de comunicación intentaron ocultar la noticia y la gravedad de los hechos temiendo que se relacionaran con la llegada de refugiados. Ello ha puesto en grave aprieto a Ángela Merkel y su demagógica política de acogida sin límites ni control -también al resto de Europa-, a la vez que hace crecer los movimientos de extrema derecha. Ahora, los países europeos, incluida Alemania, quieren establecer limitaciones y expulsiones pactando con el dictador turco Erdogan, amigo de Zapatero y la Alianza de Civilizaciones, y enemigo de la democracia, la libertad de prensa y los derechos humanos.

La mayoría de inmigrantes no cometen estos hechos, cierto; pero no es menos cierto que la cultura en la que están educados los países de credo islámico dista mucho de parecerse a la europea, sobre todo en lo referente a los valores democráticos y respeto a los derechos de la mujer, a su libertad. Es curioso que todos estos casos no hayan merecido reacciones ni comentarios del feminismo de salón que se estila en Europa; y aún peor, lo tratan de camuflar bajo el estigma de la islamofobia (palabra tótem de la progresía), la xenofobia y el racismo. Sospechoso silencio de grupos tan ofendidos con el piropo y que hacen la vista gorda con las aberraciones padecidas por estas miles de mujeres. Europa se conforma diciendo «Je suis París, Bruselas o Charlie» cuando es víctima del islamismo radical, mientras sus progres más conspicuos sentencian que la culpa es nuestra porque algo habremos hecho mal. Pero todos estos iluminados multiculturales deberían contestar a una sencilla pregunta: ¿no hay en Europa millones de inmigrantes de otros credos que también lo pasan mal? ¿Se han convertido por eso en terroristas? ¡Qué incurable ceguera!