Lo ha dicho alto y claro el primer ministro francés, ese señor de ascendencia catalana, llamado Manuel Valls: estamos frente a actos de guerra. Los gravísimos asesinatos del aeropuerto y el metro de Bruselas, los centenares de heridos, no se pueden etiquetar como un fenómeno delictivo fruto de mentes criminales o de descerebrados que disfrutan sembrando el caos. Es una guerra.

Francis Fukuyama, cuando escribió en 1992 El fin de la historia y el último hombre, se equivocó clamorosamente. Defendía el pensador que las democracias liberales habían triunfado, que habían caído los regímenes comunistas y la historia, entendida como lucha de ideologías y guerras frías o revoluciones sangrientas, había finalizado. ¿Qué nos quedaba a partir de ese momento? Una vida monótona y aburrida en la que las ideologías son sustituidas por la economía. Nos espera una vida de prosperidad creciente en la que el motor de las existencias es el crecimiento económico y el disfrute del mismo.

La realidad ha golpeado en la cara con fuerza a tantos y tantos liberales economicistas que creyeron ver en Fukuyama al gran gurú de los Estados del Bienestar. Caído el muro de Berlín, impulsada la perestroika y disuelta la Unión Soviética, el peligro venía de otro sitio. No nos espera una vida pacífica y aburrida, preocupados exclusivamente de los índices Nikei, Dow Jones o Ibex 35.

Las Torres Gemelas, Londres, los trenes de Madrid, el Bataclan parisino y ahora Bruselas, sin contar tantos otros sitios que nos cuesta situar en el mapa. Hay que estar ciego para no ver una situación claramente bélica entre quienes dicen defender un Estado Islámico, un califato, con la sharia como norma esencial de conducta y de organización de la sociedad, y el resto del mundo. Es la Umma o comunidad de creyentes frente a los impíos porque como afirman los integristas islámicos: «La naturaleza tiende al Islam, es Islam. Y el que se resiste a integrarse en él es, de hecho, un hereje carente de cualquier derecho». Abú Al´Aláh Al Maududi -integrista con toda una pléyade de seguidores- lo deja bien claro en su obra Los principios del Islam: «El incrédulo comete la más grave de las injusticias porque utiliza el poder que Dios le ha dado en contra de la voluntad explícita de Dios mismo».

Nos situamos ante una visión del mundo peligrosísima por lo teocéntrica. Decenas de veces lo he escrito en este mismo INFORMACIÓN: No hay nada más letal que un individuo exaltado -vean a los mil y un santones que predican por esas tierras, desde las montañas afganas hasta los desiertos del Sahel-. Un individuo exaltado que dice hablar en nombre de Dios y que se considera su portavoz y su intérprete legítimo, siempre encontrará a otros desequilibrados como él dispuestos a seguirlo y cometer las mayores atrocidades para gloria de ese Dios sangriento y vengador que dicen representar.

Karem Armstrong, politóloga norteamericana, en su obra Los orígenes del fundamentalismo explica bien claro cómo los integristas islámicos no desarrollan ninguna teoría abstrusa sino una bien práctica: una llamada a la guerra santa como principio esencial del Islam porque, como afirma Sayib Qutb, fiel seguidor de Al Maududi: «Dios, por medio de Mahoma, ha revelado un programa divino superior a cualquier ideología humana. Es la única manera de desarrollar una sociedad correctamente orientada, de ahí la obligación de implantarla contra toda oposición».

¿Está claro? ¿Cuáles fueron los gritos que se oyeron en Bruselas antes de las explosiones?: «Allah uakbaar». Solo Alá es grande. Ahí tienen la justificación que otras cabezas pensantes, mediante una manipulación nada sutil, han impreso de manera indeleble en las cabezas de los ejecutores.

Ellos no tienen conciencia de ser terroristas, un término por otra parte, sobre el que no consiguen los politólogos ni los pensadores ni los filósofos del Derecho, ponerse de acuerdo. Lo que para muchos es terrorismo, para algunos es una guerra de liberación, una guerra entre entidades de muy distinta potencia y en la que hay que suplir la desigualdad existente con la audacia, la sorpresa en las acciones y el arrojo de sus miembros que no dudan en la inmolación con tal de sembrar el caos y el terror entre unos ciudadanos indefensos que se disponen a ir al trabajo o a emprender unas vacaciones merecidas.

¿Existen soluciones? Simplistas y rápidas no hay ninguna. Hablamos de islamistas que, en segunda generación, no tienen que venir de Marruecos ni de Argelia porque son tan europeos como cualquiera de nosotros. Hablamos de habitantes -recuerden la Teoría ecológica de la Escuela de Chicago de la que he escrito aquí repetidamente- de barrios marginales en los que el caldo de cultivo del odio a la civilización que sienten como enemiga, es una constante irreemplazable. Hablamos de gentes desarraigadas a las que, los agoreros mesianistas, les ofrecen la gloria y el paraíso plagado de huríes ansiosas por satisfacerlos. Hablamos de gente encarcelada a quienes los predicadores del desastre les ofrecen la posibilidad de vengar el desprecio y el maltrato de que les ha hecho objeto ese mundo descreído que no merece formar parte de la Umma y que carece, por eso mismo, de cualquier derecho incluido el de no ser considerado asesinable.

Ya pueden las mentes pensantes occidentales despojarse de todo prejuicio, de toda idea preconcebida y reflexionar con tranquilidad y valentía, porque tenemos el problema instalado en el corazón de nuestra civilización exitosa para muchos años. Cualquier guerra habida anteriormente puede ser considerada un problema menor. No hay campo de batalla, no hay frentes, todos podemos ser víctimas.