Es Semana Santa cuando se conmemora el sufrimiento de Jesucristo y el sacrificio expiatorio de su muerte, que representan los aspectos centrales de la teología cristiana, incluyendo las doctrinas de la salvación y la reparación. En conjunto estos acontecimientos son conocidos como «la Pasión»: Jesús fue arrestado, juzgado por el Sanedrín de Jerusalén y sentenciado por el procurador Pilato a ser flagelado y, finalmente, crucificado en el monte Calvario o Gólgota junto a dos malhechores, quedando entre el cielo y la tierra en el más terrible desamparo, manifestando incluso en el despoje de sus vestidos y la desnudez de sus miembros, pero ofreciéndose al Padre, con gesto y sentimientos de Sacerdote y Mediador Eterno. «Padre -intercede clavado ya en la Cruz-, perdónales porque no saben lo que se hacen» (Lc 23,34). Y mientras verdugos y curiosos le increpaban, una queja rendida y respetuosa, expresión de su enorme sufrimiento en cuanto Hombre, sale ahora de los labios de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Son las mismas palabras con que comienza el Salmo 21, que quizá rezó Jesús en la Cruz, precisamente cuando se estaba cumpliendo esa profecía.

La crucifixión, según Cicerón, era el más afrentoso y terrible de los suplicios, reservado por los jueces romanos a esclavos y grandes asesinos. La víctima crucificada tenía que desnudarse por completo, sin importar si era hombre o mujer, permaneciendo así hasta su muerte. Por eso la crucifixión era considerada como la forma más vergonzosa y humillante de morir. Probablemente se originó en Asiria y los romanos aprendieron la crucifixión de los cartagineses, estando legalmente operativa hasta el siglo IV d.C., cuando el emperador Constantino prohibió la crucifixión como pena. Habitualmente se ataba al reo a la cruz, siendo la crucifixión con clavos reservada para casos de mucha gravedad o castigos ejemplares. La muerte podía producirse debido a deshidratación, hipotermia o cualquier otra consecuencia de encontrarse a la intemperie desnudo durante horas o incluso días, aunque normalmente morían por asfixia, pues al agotarse no podían soportar el peso de su propio cuerpo y quedaban «colgando» de sus brazos inmovilizados al listón horizontal, dicho peso causaba que sus pulmones no pudieran trabajar correctamente y se encharcaban, provocando la muerte. Cuando las víctimas eran clavadas a la cruz normalmente se hacía por las muñecas, entre el radio y el cúbito. Los clavos que los romanos usaban eran de trece a dieciocho centímetros de largo, afilados hasta terminar en una punta aguda. El clavo atravesaba el nervio mediano, que es el nervio mayor que sale de la mano y quedaba triturado por el clavo que lo martillaba. En cuanto a la cruz, estaba compuesta por el «stipes», el palo vertical de la cruz que solía estar plantado en el lugar del suplicio, y por un «patibulum» o palo horizontal cuyo peso sería entre 34 a 60 kilogramos. Jesús en el camino hacia el Gólgota pudo haber llevado sobre sus espaldas el «patibulum», y para que resistiese los romanos tuvieron que echar mano de un hombre llamado Simón de Cirene (Mt 27,32; Mr 15,21; Lc 23,26). Sobre el «patibulum» se depositaba al preso para atarlo o clavarlo y luego, sirviéndose de cuerdas y correas, se le alzaba hasta el «stipes». En contra de las representaciones artísticas, la cruz no solía ser elevada, los pies del malhechor se encontraban a tan solo unos centímetros del suelo pues los verdugos habían de levantar con su propia fuerza el «patibulum» del que pendía el reo y hubiese resultado muy complicado elevar una cruz de gran altura. En la crucifixión también se solían fijar los pies para dar un soporte adicional al cuerpo. Algunas cruces además del apoyo para los pies tenían una tabla fijada a mitad del «stipes» como asiento para apoyar parte del peso y así prologar el padecimiento del ejecutado, que sufría atrozmente sin asfixiarse.

La Tradición y las Escrituras han dejado numerosos testimonios de que Jesús fue clavado de pies y manos en la cruz, y si se habla de manos es porque la palabra griega que generalmente se traduce como mano, en realidad se refiere desde el brazo hasta la mano. También se ha especulado considerablemente sobre la cantidad exacta de clavos que se usaron, pues ninguno de los evangelistas da detalle sobre cuántos clavos se utilizaron para la crucifixión. En las representaciones más antiguas los pies de Jesús aparecen clavados por separado, pero en las representaciones posteriores al siglo V también están cruzados y fijados al palo vertical con un solo clavo.

Ya desde la hora sexta -las doce del mediodía- se había oscurecido la tierra, probablemente solo en aquella región del globo; el sol permanecerá escondido hasta la hora de nona, hacia las tres de la tarde. Jesús, «sabiendo que todas las cosas habían sido cumplidas, para que se consumara la Escritura dijo: Tengo sed» (Jn 19,28). Y habiendo probado el vinagre, que obraba como calmante, y sin quererlo beber para sumir por completo el cáliz del dolor de la crucifixión, «exclamó: Todo está consumado» (Jn 19,30). Y, clamando de nuevo con gran voz dijo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). «E, inclinado la cabeza, expiró» (Jn 19,30).

Pero la muerte de Cristo no ha sido el final, sino que adquiere pleno valor con la Resurrección, por la que comienza una nueva vida: su cuerpo participa plenamente y para siempre de la gloria de su divinidad. Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe, dice San Pablo a los corintios (1 Cor 15,14), porque la Resurrección de Jesucristo, tras su muerte en la cruz, es el fundamento de la religión cristiana, su fuerza. El Papa Francisco ha manifestado: «La Muerte y la Resurrección de Cristo son el corazón de nuestra esperanza y nos abre a la felicidad perfecta, ilumina con una luz nueva las realidades de la muerte, del sufrimiento, del pecado. Es nuestra certeza más grande, nuestro tesoro más valioso que hemos de compartir».