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Bartolomé Pérez Gálvez

De envidiosos y malajes

Caín es el primer envidioso conocido. El relato del Antiguo Testamento dibuja un personaje al que le produce enojo el bien de su hermano, que quiere para sí y no obtiene. Por eso acaba matándolo y así, con tan extremo desenlace, se subraya la gravedad de la malicia que le teñía de verde. Los autores del texto crearon un modelo arquetípico que aún perdura, pero muchos miles de años antes ya campaban por el mundo envidiosos anónimos.

La envidia es intrínseca a la naturaleza humana; aunque, como decía Bertrand Rusell, lo sea en una faceta desafortunada de ésta. Es una emoción eminentemente social que sólo tiene sentido en relación a otros. Quienes envidian reaccionan por comparación a los demás y sus conductas se dirigen hacia o contra las personas que disponen de lo que a ellos les falta. De ahí que el asunto se remonte a los anales de la historia, cuando adquirida la condición de humanidad nos organizamos en pequeñas comunidades. Desde entonces, vivimos en una sociedad de envidiosos, instalados en un bucle de malestar por desear aquello de lo que unos disfrutan y otros carecen. En mayor o menor medida todos lo somos.

Tranquilos, que no toda envidia es pecado capital. Muy al contrario, en ocasiones constituye virtud, a pesar de que son mayoría quienes se afanan en cultivar el lado oscuro de esta emoción universal. Estos son los que me joden. Puedo decirlo más alto, pero no más claro.

Quienes han dedicado tiempo y esfuerzo a su estudio, concluyen que la envidia no siempre es cochina, que existe un tipo de envidia benigna, sana. Cierto que lo común es anhelar, con disgusto, algo que otros tienen o que les caracteriza. Exprímanse un poco las neuronas y coincidiremos en que no suele tratarse de necesidades vitales, por más que acaben pareciéndolo. Todos tenemos calados a envidiosos de la belleza física, del amor compartido, del dinero, de la posición social o de la jerarquía laboral. Pero, carajo, me cuesta encontrar envidiosos de la inteligencia, de la entrega a los demás, de la capacidad de ilusionar en un proyecto o de hacer volar nuestra imaginación con un relato literario. Percibo menos envidia benigna de la que sería aconsejable para cambiar esta sociedad.

Peor concepto merecen aquellos que, a su frustración por carecer de lo que otros poseen, añaden el regocijo ante las desgracias ajenas. Esa maldad a la que, en el mundillo científico, suelen referirse bajo el germanismo de «schadenfreude». Ambas suelen ir unidas pero cabe destacar algunas diferencias. La envidia maligna es una experiencia emocionalmente negativa, caracterizada por desear bienes ajenos que el sujeto es incapaz de alcanzar. Regodearse en el perjuicio de un semejante añade un plus de ruindad. No es de extrañar, por tanto, que a una le siga la otra; tal vez como medio para compensar el vacío del fracaso.

Los estudiosos del tema corroboran que, en el envidioso maligno, se conjuga un manifiesto sentimiento de inferioridad con una buena dosis de mala leche. Pedazo malaje, que dirían por las tierras del sur. La comparación con aquél a quien considera superior acaba por socavar gravemente la autoestima del envidioso. La respuesta, por tanto, no puede ser otra que la de desmerecer al envidiado, intentando degradarlo todo cuanto le sea posible. Una reacción que persigue negar el reconocimiento a quien en justicia lo merece, esperando burdamente solapar el ataque de cuernos por no alcanzar lo que se anhela. Se renuncia a obtener algo pero se insiste en arrebatárselo a quien lo tiene. Para ello se pondrán cuantas piedras sea posible en el camino de la víctima. Envidia poco productiva y propia de pobres de espíritu.

Como les contaba, algunos acaban siendo tan retorcidos que llegan a disfrutar de la desdicha ajena. Vayan con cuidado, que este comportamiento es propio del envidioso maligno cuando no alcanza su objetivo. Y prepárense, llegado el momento, a soportar cualquier tipo de ataque en la sombra, que la mezquindad no tiene límites. Cabe incluso que convirtieran el sufrimiento de quien envidian en su mayor deseo. Ya sé que hay que ser malnacido para ello pero a buen seguro que alguno de estos miserables se cruzará en su camino. Se trata del «schadenfreude» al que hacía referencia, fiel a la máxima «tu dolor es mi placer». Ya que no se puede conseguir lo que otros tienen, por lo menos se disfruta de sus males. Qué tristeza, concentrar tu felicidad en el daño de otro. Que inútil y estúpida emoción que termina por dominar al verdugo.

Al envidiado sólo le cabe resistir hasta acabar desesperando al envidioso, por más que éste siga empeñado en su acoso y derribo. Los teóricos en la materia aconsejan que, quien sufre la envidia, sea cortés -e incluso amable- con quien intenta amargarle la vida. Puede parecer un tanto ingenuo pero la mejor batalla es aquella que no se libra. Y, una vez más, la indiferencia acaba siendo el mejor castigo.

Les decía que hay otra envidia y que, lejos de ser mala cosa, hasta sería deseable que se extendiera. En esa otra envidia, la benigna, no cabe la degradación del individuo sino su admiración. El envidioso benigno percibe al envidiado como un ejemplo a seguir y no como un rival a quien derrotar. Sus metas son más elevadas, más trascedentes y, en consecuencia, menos materialistas. Consiguen que la envidia se convierta en un instrumento de crecimiento personal pero, también, de transformación social positiva. Estos son los envidiosos que me atraen.

Les animo a que seamos envidiosos. Empecemos por envidiar a los que derrochan humanidad y no renunciemos a alcanzar ese objetivo. Anímense a hacerlo con quienes generan iniciativas, independientemente de que éstas sean o no exitosas. Envidien a los que consiguen mantener la sonrisa ante toda adversidad. O a quienes conjugan, a partes iguales, humildad y sapiencia. Hay tanta gente a quien envidiar que podemos -y debemos- pasar un buen tiempo haciéndolo.

Cultivemos esta envidia y dejemos la mala leche para quienes, en su desgracia, se empeñan en seguir destilando un veneno que terminará por destruirles ¿Recuerdan a la madrastra de Blancanieves?

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