Quién recuerda ya a Aylan, aquel niño que dejó sus sueños y su vida en una playa turca, precisamente huyendo de la muerte? Con él dejaron hundidos en el Mediterráneo sus sueños su madre y dos hermanos. Ya nadie lo recuerda. Pese a mi artículo esperanzador, la muerte de Aylan sí ha sido en vano. El Mediterráneo, lo he escrito muchas veces, se ha convertido en un tétrico cementerio de personas, como usted y como yo, cuyo único delito fue huir de la muerte, pero ésta, persistente, les persiguió hasta encontrarlos.

Europa se nos ha llenado de corazones temerosos pero amantes de la vida, ¿y qué han encontrado? La humanitaria Europa ha conseguido la solución perfecta para resolver ese enojoso asunto de los refugiados, porque, otra cosa no, pero somos sentimientos y tenemos personas humanas, que diría Rajoy, y el drama del pueblo sirio nos ha conmovido profundamente, sobre todo en fotos. Que para ello haya sido necesario pasarnos por el forro la propia legislación comunitaria y patear hasta la Convención de Ginebra son detalles nimios a los que no hay que dar excesiva importancia.

Al fin y a la postre aquí estamos acostumbrados a devolverlos en caliente a Marruecos, incluso a pelotazos. Quizá podríamos pedir royalties a Europa por nuestro ingenio. En cuanto llegue la pasta y los burócratas de Bruselas encuentren la manera de trampear las leyes, que es su deporte favorito, Turquía empezará a admitir a quienes hayan llegado a Grecia desde su territorio y a los propios sirios a los que las democracias europeas deporten pese a tener derecho de asilo. Por cada sirio expulsado, la UE se compromete a reubicar a otro que ya estuviera en Turquía, o eso se dice, al estilo del juego de la silla pero sin música de fondo.

El acuerdo de la generosa UE es una ignominia más cuyo nombre omito por no herir la sensibilidad del lector. Por ser algo más explícito, es una vergüenza. Parte de la premisa de que Turquía es un «país seguro», una consideración que permite a las compasivas democracias europeas rechazar la solicitud de asilo de quien provenga de su territorio. A cambio del favor, la UE se compromete no sólo a soltar los 6.000 millones del ala sino también a acelerar las negociaciones para el ingreso de Ankara en el club de naciones con corazón y a suprimir los visados de entrada para sus ciudadanos.

Ese país, Turquía, siempre según la generosa Bruselas, es lo más parecido a una dictadura, pero es un «país seguro». Amnistía Internacional lo describe así en su último informe: «La situación de los derechos humanos se deterioró notablemente tras las elecciones parlamentarias de junio y el estallido de violencia entre el Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) y las fuerzas armadas turcas en julio. El gobierno sometió a los medios de comunicación a una presión sin precedentes, la libertad de expresión dentro y fuera de Internet se resintió de forma significativa. Continuaron las violaciones del derecho a la libertad de reunión pacífica. Aumentaron los casos de uso excesivo de la fuerza por parte de la policía y de malos tratos en detención».

Es pública y notoria la impunidad por abusos contra los derechos humanos. El poder judicial, eso dice el informe, reduce considerablemente su independencia. Pues en este paraíso y a cambio de muchos millones de euros van a malvivir 2,5 millones de refugiados. Vamos, un nuevo campo de concentración.

Tras los sucesivos sellados de frontera, que ya se sabe que la libertad de movimientos sólo es para los capitales pero no para las personas, especialmente si huyen de la guerra sin una muda limpia, Europa ha decidido negarse a sí misma, si es que alguna vez alguien se había tomado en serio los ideales que se supone que guiaban su construcción.

Y es muy llamativo y preocupante. A raíz de mi artículo sobre Aylan, un amigo empresario y pragmático en exceso, me insinuaba con toda la razón del mundo que por qué no me llevaba a mi casa a muchos de estos refugiados. Y como digo, no le faltaba razón. Hace poco el Papa Francisco, el eterno hacedor de promesas y buenas intenciones, insinuaba que cada parroquia se quedara con un refugiado y, ¿cuántos han asilado estas parroquias? ¿Y España? Pásmense, ¡18 refugiados!

Yo no puedo remediar esta barbarie, contesté a mi amigo, pero sí nuestros gobernantes. ¿Cómo?, me preguntó. Pues parando esta odiosa guerra. Aplastando al Estado Islámico y al dictador Al Asad, o dejando al dictador. Pero no a medias tintas, ¿o es qué a Occidente le interesa esta guerra? Está más que probado que la primavera árabe, sin duda auspiciada por Occidente, solo ha traído más miseria, muertes y hambre. Es triste, pero sobreviven mejor con las dictaduras.

Y no nos rasguemos más las vestiduras, ya está bien. Sigamos jugando a los pactos que sobra tiempo mientras los refugiados se mueren de frío y de hambre.