En los últimos días he oído a algún líder político ofrecer, como un signo de progreso, dentro de su programa político, la aprobación de una Ley sobre Muerte Digna y Eutanasia, por lo que me parece oportuno, y hasta obligado, hacer algunas reflexiones sobre esta cuestión.

Considero un tanto pretencioso hablar de muerte digna, ya que si ella existe, también tendrá que existir su antónima, la muerte indigna. Siendo la muerte el punto que cierra el círculo vital que se inicia cuando dos semicélulas, lo que llamamos concepción, en el ser humano el óvulo y el espermatozoide, se fusionan en una sola, el embrión; ambos puntos, concepción y muerte, cierran nuestro círculo vital, resumido en aquella frase «polvo eres y en polvo te convertirás».

Del mismo modo que el embrión, dejado a su natural evolución y siguiendo las inexorables leyes biológicas, acabará siendo un niño al abandonar el seno materno, también el ser humano, para llegar al punto de partida, al momento de su muerte, no hace sino seguir las inexorables leyes de la naturaleza. Por tanto, como no podemos calificar de indigno al embrión por evolucionar, tampoco puede ser indigna la muerte en sí. Cómo mucho podremos calificar de digno o indigno el modo de producirse la concepción, según resulte de un acto voluntario, consentido y hasta amoroso y deseado o bien como consecuencia de una acción violenta e impuesta, como es una violación. Paralelamente, quienes rodean a la persona moribunda pueden tener un comportamiento digno o indigno dependiendo del trato que le dispensen. De ahí que voy a considerar que con la expresión muerte digna se quieren referir a conseguir que la muerte se produzca con el menor sufrimiento posible, dicho de otro modo, que la muerte se produzca sin sufrimiento.

Para la Real Academia de la Lengua, muerte sin sufrimiento se llama Eutanasia, que proviene del término griego ????????? euthanasia, muerte dulce.

Conseguir esa muerte sin sufrimiento es una responsabilidad del médico cuya actuación está sometida a reglas que se fundamentan en principios inmutables que deben presidir el correcto ejercicio de la medicina que, en todos los casos, debe procurar:

1.- Llegar a un diagnostico correcto, para poder aplicar los remedios necesarios para conseguir la curación del enfermo.

2.- Cuando la curación no sea posible, alcanzar el mayor grado de mejoría de la enfermedad y la máxima supervivencia.

3.- Cuando la mejoría no se consiga, aliviar el sufrimiento y el dolor.

Estos principios están basados, además, en el imperativo ético que viene recogido en nuestro Código Deontológico, de obligado cumplimiento, código que recoge el sentir secular de quienes, desde Hipocrátes, hemos elegido ser médicos.

Planteada así la cuestión, eutanasia podría ser sinónimo de cuidados paliativos, hoy perfectamente regulados y organizados en las llamadas unidades del mismo nombre.

¿Es pues necesario legislar para garantizar una correcta praxis médica ante el paciente terminal? Como máximo, se puede discutir si es oportuno que las leyes que regulen estos cuidados paliativos deben ser garantía de una adecuada y digna atención al ser humano afecto de un proceso terminal por incurable e irreversible. La legislación debe basarse en principios éticos, respetando las creencias de cada persona, también de quienes piensan que la vida de una persona no termina con la muerte biológica y nunca deben ser un resquicio o pretexto legal para que, como ocurre el caso del aborto provocado, se pueda considerar legal el adelanto de la muerte bajo el pretexto de liberar de un sufrimiento inútil a un ser inservible que, incluso, es una carga para algunos y para la sociedad. Toda persona, incluso en los momentos previos a su muerte, y por tanto de total indefensión, debe recibir el trato digno que merece como ser humano. En la literatura médica (Temel J.S, y otros, New England Journal of Medizin), hay publicaciones que aseguran que un adecuado tratamiento, incluso en pacientes terminales, no sólo alivia su sufrimiento sino que también alarga su vida.

La legislación debe hacer imposible que se produzcan hechos como los publicados en la prensa hace algunos años asegurando que algún responsable médico decidía, por si sólo o en equipo, sin conocimiento de los familiares, qué pacientes debían ser sometidos a un simple tratamiento de sedación para acelerar su muerte.

Deberá legislarse sin ningún tipo de connotación ideológica garantizando que todo paciente y sus familiares, en cualquier centro asistencial, especialmente si es público, pueda consultar la opinión de un médico de su confianza, aunque sea ajeno al equipo habitual que le está atendiendo, cuando se trata de decidir una cuestión tan transcedental como la de clasificarle como irrecuperable y pasar a suministrarle exclusivamente medicación sedante que puede acortar su vida. Tal decisión, que supone traspasar una muy fina y sutil línea, debería ser tomada con la aprobación y consentimiento de los familiares previa una veraz y objetiva información. Quien suscribe ha defendido en algún otro foro profesional, y se ratifica en ello, que esa decisión debe ser colegiada y tomada entre varios facultativos y los propios familiares, conscientes de que nadie, bajo ninguna circunstancia, puede ni debe decidir sobre la vida o muerte de otra persona. Un oportuno testamento vital, otorgado por una persona en la plenitud de sus facultades, deberá ser, además, una valiosa brújula para orientar la decisión médica y familiar.