Aunque hay voces que anuncian que se está produciendo la esperada recuperación económica, lo cierto es que la realidad social dista mucho de ese optimismo infundado. Las tasas de pobreza extrema, la pobreza infantil, la pobreza energética, el incremento del número de personas mayores con privación material severa, entre otros indicadores socioeconómicos, siguen siendo alarmantes; mientras los recursos destinados a las políticas de inclusión social continúan disminuyendo. En los últimos 4 años las administraciones públicas han reducido un 13% el gasto en servicios sociales, unos 10.800 millones de euros. Nos hemos convertido en el país con mayor desigualdad social de la eurozona. Recientemente la Comisión Europea ha alertado de la persistencia de altos índices de pobreza en España, advirtiendo que la tasa de desempleo sigue siendo muy elevada, en especial para jóvenes y parados de larga duración, cuya situación es crónica y puede llevar al aumento de la exclusión social. Además la precariedad laboral está suponiendo un incremento significativo de trabajadoras y trabajadores en situación de pobreza.

Por su parte, el Observatorio de la Dependencia señala que uno de cada tres dependientes reconocidos no recibe ninguna prestación, y que sigue en aumento el número de personas que han fallecido sin recibirla. El recorte acumulado durante la última legislatura en este campo se cifra en más de 2.800 millones de euros, incumpliendo así lo previsto en la Ley de Dependencia. Actualmente, el 42% de las personas con dependencia de la provincia de Alicante sigue sin recibir ayudas para cuidadores familiares, atención residencial o asistencia a centros de día, y muchas ya han fallecido sin haber sido perceptoras de estas prestaciones. Urge un pacto de Estado que asegure la financiación de la dependencia, que garantice su viabilidad y su futuro, como una medida prioritaria de protección social.

Pero las desigualdades sociales no sólo tienen que ver con la pobreza o la dependencia, la vulnerabilidad inherente a las situaciones de desprotección de la mujer en la actual coyuntura socioeconómica, la problemática social de la población inmigrante, las necesidades de la población reclusa, de colectivos marginales, de refugiados, de personas con diversidad funcional, por citar algunos ejemplos, acrecientan los riesgos de exclusión y la brecha social, haciendo necesaria la intervención de los profesionales del trabajo social, que se ven desbordados por el número y gravedad de estas situaciones. Muchas personas quedan al albur de las acciones voluntarias de la ciudadanía, de asociaciones o de organizaciones no gubernamentales.

Ante esta situación de emergencia social, urge dar prioridad a las políticas de atención a las personas para asegurar su dignidad y su futuro. Es inaplazable el reconocimiento y la garantía constitucional de los derechos sociales de ciudadanía. Hay que tomar medidas de consenso y de carácter transversal, que involucren a las administraciones públicas, partidos políticos, empresas, sector financiero, sindicatos y a toda la sociedad civil, para poner en marcha la agenda social y atajar los desequilibrios sociales. Todos los estamentos de la sociedad han de ser corresponsables en la promoción de empleo y la distribución de la riqueza como factores primordiales de progreso, de cohesión social y de acceso a una vida digna. Es necesario reponer los recortes de la dependencia por sus repercusiones individuales y familiares. Hay que revertir la merma de recursos que se ha producido en los servicios sociales municipales. En definitiva, hay que caminar hacia un modelo de desarrollo sostenible para todas las personas, donde no tengan cabida las desigualdades sociales extremas y donde se coordinen e integren las estrategias de protección de los grupos sociales más vulnerables.

El trabajo social, sobre la base de sus conocimientos y técnicas, es una contribución decisiva para responder a las necesidades emergentes de la sociedad, para el fomento de la dignidad humana y para la protección de las personas, promoviendo cambios positivos en sus condiciones de vida, a través de un enfoque basado en valores, derechos y ética. Consiguientemente, debe ser considerado como un elemento fundamental para el progreso y la articulación de cualquier sociedad. Sin embargo, en los últimos años, los propios trabajadores y trabajadoras sociales han sufrido un deterioro importante en sus condiciones laborales, aumento en la carga de trabajo, recortes significativos en los salarios, menoscabo de las condiciones laborales e incremento del estrés laboral. Ante esta situación urge dignificar esta profesión, reponer la financiación perdida en ayudas sociales y dotarla de las condiciones y de los medios necesarios para cumplir eficazmente la misión social que realizan estos profesionales.

Las trabajadoras y trabajadores sociales ayudamos a las personas a alcanzar cambios positivos en sus vidas. Utilizamos nuestros conocimientos técnicos y nuestra experiencia para evaluar las problemáticas individuales y de los grupos sociales, y para mejorar su situación y protección social. Favorecemos el cambio en las relaciones sociales para vivir en un mundo más equitativo y solidario. Promovemos activamente la justicia social y económica. Reivindicamos nuestro papel para vivir en una sociedad más cohesionada e inclusiva. Velamos por el respeto y la protección de los seres humanos ante las adversidades. Luchamos por salvaguardar la dignidad y el valor de todas las personas.