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Crónicas precarias

Donald Trump vive en Bruselas

Más fea que pegarle a un padre con un calcetín sudado. Así nos está quedando la Unión Europea con la bochornosa reacción mostrada ante la crisis de los refugiados. Barro, lluvia, viento, frío, tiendas de campaña. Miles de personas sufriendo en las fronteras y nosotros mercadeando con Turquía sobre quién tiene que cargar con el marrón. Total, solamente se trata de la vida de unos cuantos seres humanos. Tráeme aquí estos sirios y llévate para allá esos afganos. Y si por el camino tenemos que pasarnos por el forro unas cuentas normas internacionales, pues lo hacemos, que para algo somos la cuna de la civilización y los valores ilustrados.

Ves los términos tan conmovedores con los que se está abordando el asunto en Bruselas y es imposible no ilusionarse. Vamos, dan unas ganas terribles de profundizar en esta UE xenófoba y cruel. Todo el combo ideológico de la extrema derecha ya lo tenemos empaquetado y listo para regalo con su papel de colores, su gran lazo rojo y su indignidad. Caldo de pollo para el alma.

Convertimos a Grecia en un gigantesco campo de internamiento, expulsamos a personas que tienen derecho a pedir asilo sin permitirles solicitarlo y les decimos a los que huyen de la guerra que aquí no vengan, que no van a ser bien recibidos. ¿La ONU y las ONG lloriquean? Qué lástima, tú.

Ya nos podemos ir quitando ese aire de superioridad moral de la Europa de los derechos y la solidaridad. Porque claro, da mucho caché tener firmados trillones de convenios sobre acogida a refugiados, el problema viene cuando te toca aplicarlos. Ahí todo son aspavientos y mandamases vomitando cinismo por las esquinas.

Podríamos ser todos votantes convencidos de Donald Trump y nadie notaria la diferencia. Bueno sí, ni siquiera tenemos esos campos de maíz y esos graneros rojos tan chulos de la América profunda. Total, él sueña con construir un muro entre Estados Unidos y México y nosotros levantamos alambradas y mandamos policías con gases lacrimógenos. Como si no tuviéramos ya suficientes niños llorando por allí.

A ver, que estamos todos mayorcitos. Pueden decirnos con tranquilidad: «En realidad queríamos montar un tinglado para poder comerciar sin tanto lío burocrático y que nuestros jovenzuelos viajen fácilmente y se sientan ciudadanos del mundo al no tener que cambiar de moneda en Roma o Berlín». No pasa nada amigos, asumimos que somos unos miserables y que las crisis humanitarias nos las refanfinflan e intentamos seguir con nuestras vidas. Pero que dejen de darnos la matraca con lo de la fraternidad entre los pueblos.

Aunque lo de dejar abandonados a su suerte a individuos perseguidos e indefensos es ya un clásico en nuestra historia colectiva. Dentro de treinta años recordaremos este episodio, se nos caerá la cara de vergüenza y podremos organizar todo tipo de actos conmemorativos que condenen tal horror: exposiciones con canapés, conciertos, alguna estatua emotiva en algún parque? Realizaremos entonces inspirados discursos que recuerden a los refugiados que murieron congelados o por alguna infección, a las mujeres violadas en las travesías y a los niños ahogados porque cruzaban el Mediterráneo en una lancha de plástico. Seguro que nos quedará precioso todo. Al fin y al cabo, somos europeos sensibles y solidarios.

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