Desde hace un tiempo, la expresión metafórica «El tiempo es oro» del escritor Edward Bulwer-Lytton (aunque algunos se la atribuyen a Benjamín Franklin), tiene un significado más literal cuando la codicia se adueñó de todo: el tiempo nunca es suficiente para hacer dinero. El tiempo, lo único e irrepetible, el más valioso e importante recurso del que dispone el ser humano como unidad de vida presente, aunque nuestros pensamientos tengan tendencia a encadenarnos al pasado y sufrir con el futuro.

Solo existe el presente que se nos escapa ahora con más facilidad al convertirse en algo difícil de controlar con las nuevas tecnologías multiplicando el campo humano de actuación posible. Quisiéramos abarcarlo todo. En muy pocos años, nos hemos ido de un extremo, el que daba pie a la metáfora de «El tiempo es oro» como advertencia a los que derrochan los días en cuestiones improductivas, tal vez confiados en que más adelante tendrán la posibilidad de hacer lo que hoy postergan; a cruzar la línea roja del rendimiento óptimo, a partir de la cual la progresión en la asimilación se detiene y es sustituida por la regresión que convierte el disfrute del tiempo en sufrimiento.

El tiempo como medida de vida, es común para todos: veinticuatro horas cada día. No es un problema de escasez. Lo que ha cambiado es la utilización de las horas hasta el punto de que nos cruje la necesidad de recuperar la libertad sobre el tiempo propio, el de cada uno. Ahora vamos detrás de él por el salto cualitativo que ha supuesto disponer de nuevas tecnologías, que lejos de servir para ayudarnos a realizar más y mejores cosas en el mismo tiempo, nos ha catapultado a un frenesí compulsivo en el que creemos que tenemos menos horas que nunca y que utilizamos inadecuadamente.

Lo increíble es que vivimos aceleradamente como si no estar apretados en nuestros quehaceres fuera señal de inactividad, de pérdida de tiempo. Es posible que vivir en tiempos de grandes cambios nos hayan hecho bajar la guardia en el sentido de haber subvertido los valores convirtiendo muchos medios en fines a la medida de los grandes mercaderes que han sabido hacer del Tiempo otra medida de unidad de consumo: nunca está suficientemente exprimidas las horas para producir, para crear, para enriquecerse aun a costa de las mismas personas destinatarias.

Vivir las horas, no pasarlas de cualquier manera, es el reto que tenemos por delante. La falta de límites también aquí nos pasa factura. No es diferente el caso del que practica parapente y cuida de adecuarse a los vientos limitando sus movimientos para disfrutar y por la cuenta que le tiene si aprecia su vida, del hecho de abusar de nuestras horas sumadas atropelladamente en actividades que nos dejan tan derrengados como vacíos. Límites, sí, como los que aconseja la socióloga Judy Wacjman tener en el trabajo en los horarios en los que se pueden enviar whatsaps relacionados con la actividad laboral para no incrementar la sensación de tiempo acelerado hasta convertirse en un activador del estrés. Incluso va más allá cuando demanda políticas públicas que cambien la distribución del tiempo en la vida cotidiana.

La norma suprema del «progreso» sin límites, añade la presión del tiempo sobre nuestras vidas precisamente con las herramientas que iban a darnos un respiro haciendo más y mejor con menos. Moraleja: si la ética no gobierna a la razón, la razón puede convertir hasta las horas de vida en una unidad de codicia.