La fallida sesión de investidura de la semana pasada dio para mucho en cuanto a la conformación de liderazgos, programas, formas y maneras. Es cierto que Sánchez no consiguió sumar lo suficiente para conformar Gobierno, pero no es menos cierto que el esfuerzo en el pacto, el diálogo y el acuerdo con Ciudadanos, El abrazo de Genovés, le ha rentado a partir del pasado viernes y ha consolidado ya un acuerdo y una realidad: que los 130 escaños del PSOE y Ciudadanos, que en adelante participarán de manera conjunta en las negociaciones, ya suman más que los 123 del Partido Popular.

La sesión de investidura también sirvió para retratar a cada cual y servir para en el caso de que el ciudadano, después de depositado su voto el pasado 20-D, no fuera consciente de la utilidad de su voto. Dos grandes fueron los «no» al acuerdo y por tanto a la formación de un nuevo Gobierno distinto al de Mariano Rajoy, que en adelante seguirá en funciones hasta una nueva convocatoria.

Rajoy no podía ser otro distinto al que manifestó en una línea socarrona e incluso burlesca, interpeló a Sánchez más en el papel de líder de la oposición que en el de presidente en funciones, obviando en todo momento los casos de corrupción de su partido, multiplicado estos días entre Valencia y Madrid y a lo largo del panorama nacional, por supuesto sin mencionar al innombrable extesorero, ni a la senadora Rita Barberá aferrada a su escaño como tabla de salvación ante su imputación como gestora en la Alcaldía de Valencia. En definitiva, Rajoy volvió a ser una vez más Rajoy. Recordando los preceptos de Santa Teresa de Jesús: «Nada te turbe, nada te espante».

Totalmente escandaloso, histriónico y fuera de lugar estuvo el nuevo pseudomaquiavelo de la política española, Pablo Iglesias, que ha llevado su actuación de tertuliano al Congreso de los Diputados, sin darse cuenta de que este no es un plató de televisión, sino el sacrosanto templo de la soberanía nacional. Ya que hablamos de coaliciones necesarias desde el pasado diciembre, no podemos dejar de hablar de la existente entre Iglesias y Rajoy, manifestada una vez más entre las dos sesiones de investidura de la pasada semana. Porque, podemos contabilizar como cero las veces que Rajoy atacó a Iglesias, en ese todo contra todos que fue el debate, y también como cero las mismas que Iglesias lo hizo con Rajoy.

Bien distinta fue la actitud de Iglesias para con los socialistas. En una intervención escandalosa, para olvidar, que recordaba a los episodios más broncos de la política española, Iglesias, sacó la «cal viva» utilizando a González contra Sánchez. Y es falso lo que argumenta como defensa, que dijera una verdad. Pues como su maestro, el de las dos orillas, el que ponía la X sin demostrar, quiso volver a juzgar extrajudicialmente a González, a la vez que dinamitar todos los puentes con el PSOE. A su edad, Felipe González, intuyo que prefiere no intervenir en estos debates, más propios por cierto de una asamblea de la Facultad que de un Parlamento, pero sí apuntó algo certero: Iglesias, en su faceta agresiva, es el mejor discípulo, el más aventajado de Julio Anguita, claro está, en su peor vertiente.

Y en esta línea conminatoria hacia Iglesias se han manifestado, por no haberse abstenido y haber permitido un nuevo gobierno de progreso, no sólo los aludidos de la bancada socialista, sino personalidades de la talla de Manuela Carmena o el exfiscal Jiménez Villarejo, participante en la fundación de Podemos. Tenemos en definitiva una nueva mezcla de maquiavelismo y circo en el Congreso. Cuando Iglesias interpeló a Rivera invitándole a leer El Príncipe, supuse que lo había leído y estudiado en su condición de politólogo. Pero creo que lo ha hecho mal, porque Niccolo recomendaba a Lorenzo de Medici, que junto a la necesidad de la fortuna del príncipe, está la de «virtú» o virtud política. Este es un concepto desconocido por Iglesias en su esfuerzo por conseguir el poder o los fines a cualquier precio.