No me gustan las necrológicas. Cuando uno se muere, casi todo el mundo habla bien. ¡Qué bueno y qué virtuoso, qué buen padre, qué buen marido, qué buen amigo! No me voy a extender en las alabanzas más allá de lo estrictamente imprescindible, intentando ser un puro fenomenólogo.

No he conocido hasta el día de la fecha un hombre más honrado, más brillante, más valiente y más trabajador. El me nombró en el año 90 director de la cárcel vasca de Nanclares de la Oca. Me engañó como a un chino e inmediatamente lo entendí. Tú das el perfil. Vete para allá -me dijo, porque yo no quería moverme de Alicante- dinamizas aquello un poco, porque está muy muerto, y luego te vuelves a Alicante o a donde quieras. Seis u ocho meses, no más. Los pocos meses se convirtieron en muchos años.

Ahora lo cuentas y parecen batallas del abuelo cebolleta, pero había que estar allí, con los etarras matando casi a diario y con la psicosis que el fenómeno terrorista generaba, que uno veía un etarra detrás de cada joven con barbas, con anorak y con boina.

Jamás - después de los mil líos en que nos metimos los dos- me dio la espalda ni me dejó tirado a mi suerte. Era el prototipo de jefe exigente pero que, a la vez que exige, da la cara cuando hace falta. Recuerden ustedes las cintas grabadas a etarras en la cárcel que yo dirigía no revelo ningún secreto que lo repitieron hasta la saciedad todos los medios.

Dos presos de la banda terrorista criticaron por primera vez a la organización en conversación directa con sus familiares. Isidro Etxabe, que había sido jefe del comando Madrid y que cayó preso dos días antes del 23-F, hablando en euskera, se mostraba enfadado con la organización por «matar niños». Se refería a Fabio Moreno y a Irene Villa, dos atentados brutales que habían tenido lugar pocos días antes. Jon Urrutia -jefe del comando Kioto- se preguntaba «¿quién cojones decide esas cosas arriba?» y los etiquetaba como «cuadrilla de subnormales». Lo que pasó allí antes y después solo lo sabemos Antonio y yo. Fueron días en los que la tensión se podía masticar como algo intragable e insoportable. Yo fui al juzgado por eso y me cansé de escuchar gilipolleces, tales como que esas conversaciones «se habían grabado vía satélite y que la CIA había intervenido en ello». Antonio no falló. Ahí comenzó la descomposición de la banda terrorista por más que otros muchos intenten o hayan intentado colgarse medallas que son suyas. Ahí comenzó a aglutinarse gente que no estaba conforme con las bombas y los tiros en la nuca y ahí comenzaron las críticas. Ahora critica todo el mundo pero estos dos fueron los primeros cuando hacerlo era una muerte segura.

Antonio me pidió que escribiera esa historia. Me dijo textualmente: eso es historia y hay que escribirlo para que se sepa cómo fue. No sé si tendré fuerzas ni capacidad para hacerlo, pero en su honor, en su nombre y en su memoria, lo intentaré. El jueves pasado estuve viéndolo. Es increíble cómo puede deteriorarse un hombre tan rápidamente por una enfermedad fulminante. Me dejaron entrar a la UCI y hablamos durante casi dos horas. Otra vez batallas del abuelo cebolleta para distraerlo de los fuertes dolores que sufría. Una vez más nos reímos recordando episodios, como dos abuelos nostálgicos. Un día me expulsó de una reunión por llamar «hijo de puta» a un personaje que por allí pululaba paseando su inutilidad. Me expulsó y me fui creyéndome fulminado. No había alcanzado aún la calle, saliendo del Ministerio, y me mandó un emisario de tapadillo para invitarme a comer. Efectivamente lo has clavado al definirlo pero eso no lo podemos decir aún. Tienes que escribir esto, tu que sabes - decía sonriendo entre dolores- para que la gente lo tenga claro. Ya tengo el título, le respondí: «De prisiones, putas y pistolas». Contaré la comida del día de marras porque es una mezcla de Berlanga y el 007 en el que es imposible que yo sea Sean Connery. Y creo que es la última vez que rió porque no ha tardado en morirse ni veinticuatro horas.

Antonio -le dije cuando me despedía- ¿Te acuerdas de que nos creíamos importantes cuando estábamos en esa guerra? Si -contestó-. Y éramos perfectamente prescindibles, le dije yo intentando de nuevo bromear ante la tragedia que se venía encima.

El diseñó la dispersión y la reinserción de etarras, él la ordenó, el le pegó a la banda terrorista en la línea de flotación y yo me metí en el fregado de su mano sin dudarlo porque sin dudarlo habría ido detrás de él hasta donde fuese. Tal era la confianza y seguridad -exigente hasta la extenuación- que transmitía a quienes con él trabajábamos. Este país está en deuda con él: modernizó el sistema penitenciario acabando con las mazmorras del siglo diecinueve y creando centros habitables en los que puede tener lugar una convivencia y el trabajo por la reinserción. Fue pieza fundamental en la descomposición de ETA, más esencial que ninguno porque supo entender como nadie y atacar como nadie el mundo oscuro de los presos en el que la banda tenía un pilar básico para justificar su pervivencia. Dimitió por la fuga de Roldán en la que no tenía ni medio gramo de responsabilidad y dio un ejemplo de dignidad sobrado.

He dicho al principio que no me iba a pasar en las alabanzas y no me he pasado. La amistad que hemos mantenido más de veinticinco años no me ha hecho perder la objetividad. Estoy bien jodido por su pérdida. Irreparable y definitiva. Siento que no haya otro mundo para que volvamos a vernos.