El principio de acuerdo entre Pedro Sánchez y Albert Rivera en el que, entre otras cosas, se da pie a que se supriman las diputaciones para sustituirlas por un consejo provincial de alcaldes ha provocado la rápida reacción de los agentes que se verían afectados por la eliminación. Un primer cálculo, arroja que la medida afectaría a más de 62.000 puestos de trabajo.

Si vamos a asistir a la reapertura de un debate, ya recurrente: el del papel de las Diputaciones Provinciales, como cuarto nivel de la organización territorial del Estado, cuestionando lo que hacen, y acusándolas de que, lo que hacen, nos sale caro, resulta conveniente no olvidar varias cosas:

Ninguna organización pública es cara o barata en sí misma, sino en función de su utilidad y eficacia para los fines a los que sirve (art. 103 CE). Por tanto, su utilidad real ha de ser medida en términos de costes y beneficios.

Si no existieran las Diputaciones Provinciales, habría que inventar otra figura que cubriera sus funciones, en la medida en que éstas respondan a una necesidad real de satisfacción de intereses públicos.

La supresión de las Diputaciones Provinciales requiere reforma de la Constitución, lo que sólo puede hacerse por mayoría cualificada (art. 167 CE), con un consenso tal de las fuerzas políticas que hoy por hoy resulta inviable.

La Diputación Provincial es la forma de Gobierno y Administración en que se organiza la Provincia, entidad local determinada por la agrupación de Municipios (art. 141 CE). Su carácter derivado o de segundo grado respecto del Municipio, determina que la Provincia no tiene intereses propios, sino intereses municipales. El Tribunal Constitucional ha identificado el núcleo duro del contenido esencial de la autonomía provincial en la función de asistencia y cooperación con los Municipios.

Cuando la Diputación se convierte en un mero intermediario entre otras instancias del Estado y el Municipio, o en un repartidor gracioso de subvenciones otorgadas por otros, la Diputación sobra.

Cuando la Diputación cumple una función de asistencia a aquellos Municipios que, por incapacidad técnica o de gestión, no pueden cumplir sus funciones constitucionales por sí solos, la Diputación aporta un valor. Evita que la competencia municipal salte al nivel de la Administración autonómica, garantizando la autonomía local, y, en última instancia, la democracia y el pluralismo político, que siempre ganan con la descentralización política.

El primero que habló de suprimir las diputaciones fue José Blanco, portavoz del Gobierno y ministro de Fomento. Lo hizo en 2010 y puso como excusa la crisis económica. «Se trata de muchos cargos públicos que se pueden eliminar, de muchos millones de euros que se pueden ahorrar prestando los mismos servicios al conjunto de los ciudadanos», dijo en su momento.

El expresidente socialista Felipe González, en enero de 2011, proponía «un plan de ahorro relativamente sencillo y no doloroso en términos de empleo: que nos quedemos con la administración local, la autonómica, la estatal y la de Bruselas, y que suprimamos las intermedias», en referencia a las diputaciones.

El Partido Popular no se planteó nunca dicha supresión. Ana Mato las defendía aludiendo a que «hay 15 millones de ciudadanos que dependen de las diputaciones y sacan beneficios de ellas». Sin embargo, el PP sí se ha planteado «una reforma y una modernización» de la administración pública completa.

Para 2016, las diputaciones cuentan con un presupuesto aproximado de casi 6.400 millones de euros y además, estos organismos han sido criticados por su gestión opaca y por haberse convertido en agencias de colocación de los partidos.

La pregunta del millón es: ¿a qué se dedican realmente las diputaciones? Curiosamente, en su origen, estos organismos deberían servir para ahorrar dinero, ya que su función consiste en prestar servicios comunes para municipios distintos de menos de 20.000 habitantes. Se encargan así de gestionar recursos como el agua, los residuos o los bomberos y de distribuir los fondos estatales para las infraestructuras.

Son instituciones respaldadas por los pueblos, en las que apenas existe corrupción, hay pocos cargos políticos, que desde hace cinco años no reciben dinero del Gobierno para financiar Planes de Obras y Servicios.

Seguramente ya no es suficiente la gestión de los Planes de Obras y Servicios que han cambiado la faz de los pueblos de España, o el desarrollo y gestión de infinidad de programas de Desarrollo Europeo. Tampoco será suficiente el Asesoramiento Jurídico y Económico que han venido prestando y es probable incluso, que la Atención a los Servicios Básicos de los pequeños municipios no llegue a todos, o sea insuficiente la promoción provincial de la Cultura, el Deporte, las Tradiciones y un sin fin de actividades diversas, como diversas son las provincias españolas. Habrá que redefinir su papel, pero nunca su existencia.

Por eso se hace necesario, en la España de principios del siglo XXI, con un sistema democrático asentado, que hoy más que nunca, es urgente la Segunda Descentralización Administrativa, tantas veces reclamada como olvidada por todos los gobiernos, pero esta vez, las competencias y su financiación han de venir desde las CC.AA. a los Ayuntamientos y Diputaciones. El actual modelo territorial no aguanta, hace aguas por todas partes.

Y ese ha de ser el papel fundamental a desarrollar en el futuro por las Diputaciones, como órgano de gestión eficaz, eficiente y cercana, a la pléyade de pequeños ayuntamientos que conforman España y que sin las mismas estarían avocados a su desaparición y olvido.