Era domingo y hacía mucho frío. Hacia más frío que todos los días de invierno juntos. Ya me había suministrado toda la prensa escrita que me enchufo cada domingo para entender la compleja realidad que no hay quien la entienda. Mi coche se dirigió automáticamente a la puerta grande de la plaza de toros de Elda, cerca del Bar El Vespa, donde un bocadillo de caballa con atún esperaba a mi mandíbula. La plaza estaba «engalanada» de esas sobrias y rabiosas reivindicaciones de unos supuestos llamados antitaurinos. Los mismos violentos que ensucian y no entienden la democracia. O la entienden a su manera. Nunca he entendido que para reivindicar hubiera que utilizar la violencia, o el deterioro de los inmuebles.

Salí del coche raudo pero una voz me hizo parar. Justo enfrente del morro de mi coche un hombre se acurrucaba con sus mantas. Llevó su mano a la frente como hacen los militares al saludar. Me acerqué. Le pregunté cómo se llamaba y me esquivó preguntándome por mi nombre. No se fiaba. Su cara delataba una mala noche. A su costado se amontonaba una vomitera muy significativa. El vino malo de ese tetra brick se combinaba con el medio bocata que alguien le había acompañado. Su voz quebrada reflejaba que la borrachera todavía agotaba sus últimos coletazos. Balbuceaba. Me interrogó, y le interrogué. En cierto modo él se fiaba menos de mí, que yo de él. Dios sabe lo que habrá tenido que pasar para su desconfianza.

Me dijo que su mujer lo había abandonado. Que era de Pinoso. Le sonreí, y le dije que no podía vivir así tirado en el suelo. En ese momento se incorporó medio cuerpo e hizo una especie de gesticulación marcial mientras, creo, repetía su apellido, que no logré descifrar. Su barba descuidada y unos ojos entristecidos me hicieron daño. Daño porque no acabo de entender a esta sociedad que cuida tanto a los animales de compañía y que abandona a la suerte del destino fatal a personas que no pueden ni con su alma.

Estuve un rato con él sin saber qué decirle, mientras me interrogaba sobre mi vida. Mi nombre, mi hijo, mi localidad. Todo discurría mientras yo estaba de pie, y él estaba postrado. Me invadió un sentimiento de impotencia por ver a un ser humano con su dignidad maltrecha. Con una esperanza que no llega a la noche. Con su quebrada existencia esperando el verano caluroso que le haga sufrir menos las inclemencias de un tiempo cruel con los pobres.

No sé qué tiene en su cabeza, ni porqué se llegó aquí. Tampoco albergo esperanzas por su mejora. Solo reclamo nuestra atención a un ser humano. A un hermano. No culpen. No juzguen. Una sociedad que se precia se preocupa primero de los más necesitados. De los más perjudicados. Gobernar significa mandar, y escuchar a los débiles. Si sólo mandamos dominados por los que tienen, habremos dejado en el camino la vida de muchos de los nuestros.

No supe qué hacer. No supe qué más decirle. Ni siquiera me pidió dinero para rellenar su vino diario. No quiso contarme nada más que lo que quiso. El silencio debió de ser su enemigo y por eso, como me paré, quiso hablar con alguien. La dureza del suelo, la dureza y amarga imagen de esa persona rebozada por su propio vómito es el ejemplo de deshumanización al que nos tiene acostumbrado este puto mundo de la comunicación digital que ahoga a los seres presenciales.

A ver en qué puñetera red social albergan la esperanza para estos desconectados de la vida social. No hay llanto que cure una vida rota. La vida se rompe siempre por el eslabón más débil. Cuando ya no te queda nada, el abandono es total. Si tu vida se reduce a la supervivencia en cualquier acera, no piensas más allá de mañana. Y el mañana se embadurna de vino que es el antídoto al frío y la resaca del olvido. Todo fue muy triste. No estoy preparado para ver a mis semejantes reventados y enrollados en una manta mulera. Lo que la vida nos quita es casi siempre la relación humana. Y esa soledad nos hace perecer. Y se despidió con un saludo militar, por segunda vez. ¡No hay derecho!