Un artículo publicado la pasada semana en El País por Adela Cortina: «Más allá de dinosaurios y camaleones» me ha hecho pensar en cómo las instituciones están plagadas de personas que han cambiado sus convicciones profundas, aunque estuvieran tan incapacitadas de evolucionar como los dinosaurios, por -y cito- un «Yo me adapto». «Pero no sólo eso, que sería muy razonable para poder sobrevivir, sino: Yo me adapto a lo que haga falta con tal de prosperar grupalmente y sobre todo individualmente. Aunque para lograrlo sea necesario abandonar todas las convicciones racionales y borrar de un plumazo las señas de identidad». Tanta capacidad adaptativa es el último paso del lamentable proceso que lleva a muchos dirigentes a confundir la institución a la que representan con su persona y, de ahí, a justificar cualquier corruptela, o en algunos casos corrupción, con un «porque yo lo valgo».

La sociedad suele poner el foco a la hora de denunciar la corrupción en los políticos, y es cierto que es mucho más visible alguien que llega a un puesto con una mano delante y la otra detrás y sale con patrimonios y propiedades productos de «ahorros» que casan mal con sueldos que no dejan de ser modestos, aunque superen en mucho la media de los asalariados españoles. No son tan visibles en cambio los procesos de enriquecimiento y utilización del cargo de otros dirigentes fuera de los focos mediáticos en entidades, asociaciones o instituciones. Últimamente aparecen noticias en los medios sobre los enriquecimientos en federaciones deportivas como las de fútbol, tenis o baloncesto, pero seguramente si profundizáramos en el caso encontraríamos muchos más casos en colectivos mucho más «serios» y probablemente incluso en nuestra provincia.

Creo que una de las causas que fomentan estas prácticas es la prolongación de mandatos más allá de lo razonable. Mientras que el presidente de los EE UU no puede serlo durante más de dos mandatos, hay en Alicante dirigentes que llevan más de dos décadas aferrándose al mismo sillón y sin ninguna gana de ser desalojados del mismo. Como principio es cierto que un programa de gobierno debe tener una necesaria continuidad, pero más allá de ocho años en el mismo cargo, nada justifica una prolongación que finalmente identifica al que provisionalmente debería ocupar el cargo con un rey vitalicio que gobierna sus feudos con la única intención de que nadie le dispute la corona. Para ello utilizará las tácticas camaleónicas de confundirse con el paisaje y aplaudir a quien mande, sea quien sea. Son todos los dirigentes que nunca han sido críticos con lo que estaba pasando en Alicante y la Comunidad Valenciana y que ahora, cuando los dirigentes cambian, ellos también se adaptan en una nueva vuelta de tuerca, por si a los nuevos les da por buscar candidatos nuevos a sus sillones, que no deja de ser su único objetivo.

El problema está en que algunos de estos dirigentes están en el sillón por los oropeles del cargo (coches oficiales, almuerzos pagados, buena disposición de la Administración hacia sus empresas o despachos individuales, posibilidad de acceder a informaciones privilegiadas?) y otros directamente utilizan la entidad para sus negocios particulares, por ejemplo para repartir entre su junta directiva las obras de un centro de oficios o estar a la cabeza de las encomiendas de administraciones concursales. Porque, además, siendo presidente de una entidad o de una asociación es muy difícil que desde fuera te disputen el puesto aunque las elecciones sean democráticas. Hay muchos mecanismos que permiten cerrar la puerta a la oposición y tapar las bocas de los críticos, por ello soy partidario de que la ley no permita perpetuarse en los cargos.

¿Pedimos renovación de los políticos y no nos preocupamos de la renovación de las instituciones? No me parece justo; hay que marcar un periodo máximo de mantenimiento en la presidencia de las asociaciones o de los colegios profesionales porque es evidente que mandatos prolongados tienden a la patrimonialización en pocas manos de la entidad, de ahí a las malas prácticas, los vicios adquiridos y, en casos extremos -pero existentes- a la corrupción.