La alternativa a la falta de entendimiento entre los distintos partidos con representación parlamentaria tras las elecciones del 20-D exigiría la repetición de los comicios, aumentando así la incertidumbre.

En primer lugar, por lo que supone toda demora en afrontar un desafío de enorme magnitud como es la decisión del gobierno catalán de «desconectar de España». Problema que hace irrenunciable el mantenimiento de la legalidad, pero también la búsqueda urgente de un nuevo pacto territorial consensuado en todo el país, para que pueda encontrar cabida una Cataluña renovada en una España igualmente renovada.

En segundo lugar, por la urgencia de cuestiones que no admiten espera, como es el calendario para la refinanciación de los altos niveles de endeudamiento que nos siguen hipotecando, el ajuste del déficit, y otras medidas de carácter económico y social que no está en condiciones de encarar un gobierno en funciones. Y que la incertidumbre política afecta a la recuperación económica no es ya una hipótesis, sino una constatable realidad.

En tercer lugar, porque estaríamos en precario para participar como actor relevante en la actual encrucijada de Europa -crisis de los refugiados, terrorismo yihadista, Brexit-, en plena revisión de sus funciones políticas. No cabe esperar de Europa la solución a nuestros problemas, y es urgente que cancelemos nuestro ensimismamiento para contribuir a fortalecerla. España, además, está perdiendo posiciones importantes en todo el escenario internacional que un gobierno en funciones no puede cubrir con toda la energía necesaria.

En cuarto lugar, porque es del todo probable que el resultado de unas nuevas elecciones, a celebrar ya entrado el verano, no garantice un cambio sustancial en la representación de las distintas fuerzas políticas, y tampoco facilite mejores condiciones para un pacto de gobierno. De seguirse las pautas actuales, no conseguiríamos alcanzarlo hasta el próximo otoño.

Y por último y en quinto lugar, por las indeseables consecuencias que tendría para el prestigio y la legitimidad de las fuerzas políticas, como un todo, y de la misma reputación internacional de España.

No debemos olvidar que las últimas elecciones se presentaron como una gran oportunidad para reconciliarnos con nuestras instituciones y nuestros representantes. Si estos no saben estar a la altura, se abriría un nuevo período de incertidumbre, y de profundización de la fractura entre políticos y ciudadanos, de imprevisibles consecuencias para la salud de nuestra democracia.

Bien entendido que la imperiosa necesidad de constituir un nuevo gobierno no obedece solo a motivos de urgencia política, que nadie crea esto; también a las inevitables consecuencias negativas que tiene mantener en soledad un gobierno en funciones, con el consiguiente coste de oportunidad para emprender una gobernanza ordinaria en beneficio de todos.

Desde hace tiempo venimos aspirando, de forma legítima, a una nueva política. Muchas han sido las fórmulas para asociarla o describirla a todos los cambios que precisa la sociedad española. Lo único cierto de todo esto es que no la tendremos si no alcanzamos lo que ya parece absolutamente inaplazable: una «política pactada», lo que exige mucho rigor y más esfuerzo.

Es absolutamente necesario que salgamos de este impasse, apelando a la responsabilidad que compete a las distintas formaciones políticas para que faciliten la instauración de un gobierno. Pero no cualquier gobierno, sino uno que tenga la capacidad de aunar y sumar voluntades, y jamás el propósito de seguir abundando en la confrontación. España necesita un Gobierno ya, pero un muy buen Gobierno.