El día 1 de enero de 2006 entró en vigor la Ley 28/2005, de 26 de diciembre, de medidas sanitarias frente al tabaquismo y reguladora de la venta, el suministro, el consumo y la publicidad de los productos del tabaco, más conocida como Ley Antitabaco, cuya medida más importante era la prohibición de fumar en lugares en los que hasta esa fecha estaba permitido, como los lugares de trabajo o los centros culturales; fue desde el principio una ley contestada, incluso por las administraciones autonómicas y locales.

La implantación esta ley tiene importantes efectos sobre el consumo de tabaco, que pasa de 4.635 millones de cajetillas en 2005 a 3.622 millones en 2010, lo que representa un descenso del 21,85%, según datos del Comisionado para el Mercado de Tabacos.

El 2 de enero de 2011 entra en vigor la ley 42/2010, de 30 de diciembre de 2010, por la que se modifica la Ley Antitabaco de 2006, que extiende la prohibición de fumar a cualquier tipo de espacio de uso colectivo, local abierto al público que no esté al aire libre, con una única excepción otorgada a centros de internamiento penitenciario y psiquiátrico y en zonas y habitaciones delimitadas en centros residenciales de mayores; esta ley refuerza las prohibiciones y corta el relajamiento en el cumplimiento de las normas antitabaco.

Los efectos de la nueva ley han sido todavía más contundentes, ya que el consumo se ha reducido hasta 2.325 millones de cajetillas en 2015, lo que representa un descenso del 35,81% durante la vigencia de la nueva normativa. En definitiva, en solo 10 años, con la promulgación de dos leyes claves se ha conseguido reducir el consumo de tabaco en casi la mitad (49,84%).

El tabaco es el bien de consumo más gravado del mercado, como consecuencia del impuesto especial al que está sujeto, que significa que entre el 77% y el 80% del precio de venta al público del tabaco equivale a impuestos. De esta manera, con una normativa legal precisa y una fiscalidad paralela y creciente se ha conseguido reducir el consumo del tabaco a casi la mitad en un periodo de 10 años.

Sin embargo, nuestros legisladores no parecen ser tan valientes a la hora de tomar decisiones relacionadas con la movilidad y así llevamos treinta años hablando de la movilidad sostenible, del consumo energético, de la contaminación, del efecto invernadero. Existe un punto de referencia que es el Tratado de Maastricht (1992), que incorporó los requisitos de protección del medio ambiente en la política de transportes, lo que supuso un importante avance que se vio reforzado en el Libro Blanco de la Comisión de ese año sobre la política común de transportes, en el que se insiste en el principio de la movilidad sostenible. A pesar de ello, desde esa fábrica de producir normas que es Bruselas, se siguen emitiendo reglamentos, directivas, comunicaciones, libros verdes, libros blancos€ sin que, en la práctica en la mayoría de las ciudades, se avance sustancialmente en la cambio de la movilidad, en el sentido de dar preferencia al desplazamiento peatonal y al transporte colectivo, junto con medidas de promoción de otras alternativas como pueden ser la bicicleta, el car-sharing€ En España, a pesar de la capacidad normativa de la que dispone nuestra Administración tanto nacional como autonómica y local, que permite acometer medidas potenciadoras de la movilidad sostenible, pocas ciudades avanzan en una senda inequívoca en esta dirección.

Cuando se promulga la Ley Antitabaco de 2006 parecía que el mundo iba a acabarse, los restaurantes entrarían en crisis, se cerrarían las discotecas y las cafeterías quebrarían y no pasó nada. Cuando entra en vigor la Ley Antitabaco de 2010 los temores eran apocalípticos y no pasó nada, excepto que la ciudadanía indudablemente ha mejorado en sus condiciones de salud.

Está probado que el transporte motorizado es una actividad generadora de externalidades perniciosas y, por sí sólo, consume en Europa el 40% de la energía, que en su mayor parte (90%) es derivada del petróleo; de hecho el transporte es un aportador principal de los gases efecto invernadero, cuya emisión ha empezado a incrementarse a partir de 2013.

La gasolina y el gasóleo en España, en estas fechas, soportan gravámenes del 57,45% y del 53,85%, que siendo elevados distan bastante de la presión impositiva media en Europa para estos productos que es del 66,05% y 60,24% respectivamente.

Vistos los resultados de las leyes antitabaco, ¿por qué no se utiliza de manera más contundente la fiscalidad como elemento disuasorio al consumo de combustibles?