Cuesta un trabajo ímprobo sobreponerse al griterío con que el actual gobierno municipal de Alicante (el tripartido, en feliz expresión de mi compañero Javier Izquierdo) tiene ensordecidos a los vecinos de la segunda ciudad de la Comunidad Valenciana. Requiere de un esfuerzo tan denodado como el que supone analizar con perspectiva el trabajo que realizó la corporación anterior, oscurecido las más de las veces por los escándalos que finalmente provocaron la dimisión de la alcaldesa Castedo. Y sin embargo, ambos ejercicios (hacer abstracción del ruido que contínuamente emiten el alcalde Echávarri y sus malavenidos socios y valorar fríamente la gestión de sus antecesores en el Ejecutivo local sin permitir que los odios cruzados y las denuncias de corrupción lo enfanguen todo), ambas cosas, digo, son enormemente necesarias en un momento en que Alicante aparece no sólo como una ciudad enfrentada, sino sobre todo como una ciudad sin rumbo. Desquiciada.

Cuando hace casi tres lustros el arquitecto Lluís Cantallops presentó el primer PGOU de la era Alperi, el sociólogo José Miguel Iríbas, a quien tanto añoramos, le espetó en un acto: «Todo esto está muy bien, pero no me queda claro de qué vamos a comer en Alicante». Efectivamente, aquel plan, prostituido luego en sus cosas buenas sin que se corrigieran tampoco sus carencias, diseñaba una ciudad sobre el mapa pero apenas se ocupaba del modelo productivo en el que asentar la misma. Convertido en papel mojado por el mismo alcalde que lo encargó, la burbuja inmobiliaria se ocupó de imponer el ladrillo como única opción, con las desastrosas consecuencias que todos conocemos.

La última corporación presidida por Sonia Castedo, a pesar de los pesares, progresó hacia otro modelo, el de una ciudad basada en el turismo, en su más amplio espectro: turismo de ocio y de sol y playas, pero también de negocio, de congresos. Turismo de compras. Hubo excesos -la invasión de veladores, más allá de toda mesura, en algunas calles; los festivales con música atronadora a la puerta de algunos de los mejores hoteles; el botellón como correlato de una estrategia global que tenía la calle como centro pero descuidaba el hecho de que la calle no puede convertirse en un escenario del Far West...-, pero también aciertos, y entre ellos estuvo la definición de la ciudad como gran centro comercial de la provincia. Tiene mérito que se consiguiera avanzar en ese camino precisamente en los peores años de la crisis. Pero, sobre todo, quienes renegaron de esa política sin querer conocer sus líneas maestras parecen estar dándose cuenta ahora de lo endemoniado que es trabajar con un sector tan relevante y sensible -pero tan dividido, a su vez- como es el del comercio.

Alicante contaba con una zona de apertura en festivos regulada desde 1995: la que rige en las playas. El último gobierno de Castedo, con Belén González al frente de la concejalía de Comercio, complementó este área con otra donde también podían abrir todos los festivos los grandes comercios (los menores de 300 metros cuadrados pueden abrir libremente estén ubicados donde estén, merced a una legislación de rango superior vigente desde hace años y que todo el mundo parece interesado en olvidar). Esa denominada Zona de Gran Afluencia Turística englobaba todo el área comprendida entre el Casco Antiguo, la línea de costa, Benito Pérez Galdós y la avenida de Salamanca, y obviamente contaba con un corazón: la avenida de Maisonnave. ¿Tenía lógica permitir a esa demarcación la apertura mientras se negaba a otras zonas de la ciudad? Podía ser discutible, pero había argumentos para hacerlo así, que no tienen nada que ver con la demagogia luego propalada de que se pretendía beneficiar a un gran almacén (El Corte Inglés) en perjuicio de los Carrefour o Alcampos establecidos en los centros comerciales de Gran Vía, Plaza Mar o Puerta de Alicante. En primer lugar, porque la avenida de Maisonnave (donde no sólo está El Corte Inglés, sino también algunas de las marcas más renombradas del país) es sin discusión la principal arteria comercial de Alicante, por lo que hubiera sido imposible pretender competir como ciudad turística y de compras y tener cerrada esa vía cuando los visitantes vienen. Pero también porque mientras en Maisonnave todos los comercios están «a pie de calle», en el resto de las zonas los establecimientos que más presionan para abrir están ubicados en recintos cerrados. El PP ya pretendió vendernos en tiempos de Alperi que esos edificios repletos de tiendas y supermercados eran espacios públicos. Pero por suerte el ingeniero y urbanista José Ramón Navarro Vera hace tiempo que nos explicó que un lugar donde no eres ciudadano sino cliente jamás puede ser considerado un espacio público. La calle, sin embargo, sigue siéndolo y los comercios a pie de calle -o los veladores bien ordenados- son los que le dan vida. El vehículo legal para aprobar la apertura en la totalidad o parte de los festivos en esas dos áreas de las playas y la cuadrícula que incluye Maisonnave, como se ha dicho, fue su declaración, precisamente, como Zona de Gran Afluencia Turística. Es evidente que las playas lo son. También que lo es la avenida donde está El Corte Inglés. No parece, por el contrario, que se vea mucho turista ávido de compras en Carolinas Altas, Benalúa Sur o La Goteta.

Los centros comerciales allí ubicados, sin embargo, reclamaron y denunciaron un trato discriminatorio. Que lo había, era evidente, puesto que unos podían abrir (los situados en la Zona de Gran Afluencia Turística) y otros no. Pero que existían razones políticas para esa discriminación, también es cierto: la apertura de Maisonnave los festivos incentivaba el gasto en Alicante de gentes de fuera de ella; la de Plaza Mar, Puerta de Alicante o Gran Vía supondría una redistribución de los habitos de consumo interno, pero no captación de recursos externos. Una suma cero, en definitiva.

Aun así, poner puertas al campo es imposible. En un momento en que a cualquier hora del día o de la noche, desde cualquier lugar del planeta, sea fiesta de guardar o laborable estricto, todo el mundo puede comprar lo que quiera a través de internet, la liberalización total de horarios es algo imparable. Y adaptarse a ello buscando la mejor forma de hacerlo en lugar de oponerse frontalmente pensando que todo seguirá igual es lo más inteligente. El pequeño comercio no puede esperar que la regulación legal camine siempre en contra de los tiempos. Lo más que puede es pedir un plazo mayor. Esa era la línea que se estaba siguiendo: la de negociar con esas grandes superficies que están fuera de Maisonnave su apertura progresiva. De momento, Semana Santa y Verano, puesto que Navidad ya la tienen. Era algo que habían aceptado y de hecho, como ha demostrado este periódico, pidieron por escrito el apoyo para esa solución a la mismísima Cámara de Comercio.

De repente, llegó el nuevo gobierno. La cuestión no es, ni siquiera, que decretara de inmediato el cierre de Maisonnave. El problema es que, más allá de unos cuantos tópicos y de otras rencillas más personales, ni sabían para qué ni midieron las consecuencias de ello. Eso fue en octubre. Cuatro meses después, el alcalde ha sorprendido a todo el mundo yéndose, con la misma falta de explicación, de un extremo al otro: de prohibir abrir a Maisonnave, a permitir abrir siempre y a todos, en toda la ciudad. Ni los partidarios de la liberalización a ultranza, ni los del cierre a rajatabla, entienden el bandazo. Pero Echávarri no es el único incoherente en esta comedia bufa. Lo es también Compromís, que dirige una conselleria que permitió que Alicante hiciera lo contrario que Valencia (aquí se ordenaba cerrar a El Corte Inglés el mismo día que allí se aprobaba la apertura de todos sus centros) alegando que no quería inmiscuirse en la política municipal, y ahora negocia con los comerciantes un acuerdo a espaldas del Ayuntamiento. Lo es el PP, incapaz de asumir su propia historia y defender las razones que le llevaron a decidir una cosa y no otra. Y lo es Ciudadanos, un partido capaz de llevar en su programa electoral la apertura total, sumarse a la prohibición luego con tal de secundar al alcalde, y volver de nuevo ahora a defender lo contrario, demostrando que no le mueve el interés de la ciudad, sino el de tocar poder sustituyendo a Guanyar en el gobierno. Precisamente, Guanyar es el único coherente en todo este asunto: defendía el cierre total antes y lo sigue defendiendo ahora. El problema es que la política sin matices de Guanyar es imposible de aplicar por nadie que tenga un mínimo de sentido común y responsabilidad.

¿Qué cabe hacer, pues? Este periódico ya aplaudió, en un editorial publicado el pasado 20 de febrero, la rectificación del alcalde, en tanto que su decisión de romperse la cintura pasando, en apenas cuatro meses, de decretar el cierre de Maisonnave, a promover la apertura de todos los comercios sin limitación, resultaba un mal menor en comparación con el que causaba al modelo económico de esta ciudad su intransigente postura inicial. Pero ese pendulazo nos ha embarcado en un conflicto al que un alcalde está obligado a encontrar salida. Y la salida no parece otra que la de volver a la casilla inicial: reábrase Maisonnave y páctese con las restantes grandes superficies una apertura gradual, empezando por Semana Santa, Navidad (que ya la tienen) y verano. ¿Que eso significa recuperar la estrategia que estaba ejecutando el último gobierno del PP? No sería tan nefasta cuando ahora es Compromís, formación poco sospechosa de aliarse con los populares, la que plantea la misma solución. Y deje de enredarse el alcalde con debates falsos como el del empleo: habrá trabajo si la ciudad funciona y, si no, nadie los sostendrá y hasta él perderá el suyo.