El descrédito de los impuestos suele tener en cualquier país una relación directa y proporcional con la falta de moral en la sociedad, y crece exponencialmente con la corrupción política. Si la abogada del Estado en representación de la Hacienda Pública, Dolores Ripoll, por soltar la estulticia de que «el lema Hacienda somos todos es sólo publicidad», hubiera sido acusada por la Fiscalía del Estado por incitación a la evasión, casi apología al fraude fiscal, el retroceso causado en la ya de por sí insuficiente moral de este pícaro país no se habría producido.

Cuando se observa que los partidos políticos prometen más y más servicios, a la vez que se obstinan en rebajar impuestos; que los ciudadanos manifiestan intenciones de voto a favor de quienes desprecian la exigencia de los tributos, incluso abanderan la supresión de la fiscalidad progresiva, como si de un monstruo de varias cabezas se tratara, sin tener en cuenta el elevado déficit, la gigantesca deuda pública y la enorme brecha de la desigualdad social que nos atenaza, sentimos la necesidad de pellizcarnos para comprobar la plenitud sensorial y no estar viviendo un mal sueño.

Resulta difícil encontrar quienes defiendan la dignidad de los impuestos, quienes reconozcan su noble función en favor de los más desfavorecidos, su primordial papel para la sostenibilidad económica. Los impuestos, mal que nos pese, son imprescindibles para garantizar los servicios básicos como la salud, la educación y la seguridad a todos los ciudadanos; para facilitar bienes a los más necesitados; para mejorar la pésima e injusta distribución de las rentas y riquezas que produce el libre mercado.

Es verdad que a la conversión en dogma de fe del menosprecio fiscal ha contribuido, como decía, la corrupción y malversación de todos los gobiernos, pero aun siendo así, los ciudadanos muestran sentimientos contradictorios, y mientras reclaman a las administraciones públicas que les procuren mayor bienestar, sostienen que los impuestos son perversos y demasiado altos. Casi todos, por acción u omisión, dan pábulo, en la medida que pueden, a la picaresca fiscal y no hacen ascos a la elusión fiscal.

No se vitupera ni denuncia el fraude y se considera plausible suprimir impuestos, aun cuando se trate de tributos que recaigan sobre los más pudientes, que paradójicamente son los que proporcionalmente menos pagan. Nadie siente el orgullo de ser contribuyente, de colaborar sin escrúpulos a la consecución de fines tan necesarios como la satisfacción de las necesidades públicas recogidas en los Presupuestos.

Pero, ¿cómo una sociedad justa y solidaria puede cumplir con los programas de inversión y de gasto si niega a las administraciones el derecho a detraer de los que tienen capacidad económica, los recursos necesarios? ¿Cómo es posible sostener que se pagan muchos impuestos siendo nuestra presión fiscal inferior a la media europea? La respuesta es simple: en España la fiscalidad es injusta y desigual, y mientras es alta la que recae sobre aquellos cuyas rentas y bienes son transparentes, es decir sobre los que el sector público controla y de los que nada ignora, la que soportan los muchos que esquivan la acción fiscal, ocultando parte o todas sus rentas y bienes al fisco, es muy reducida. De modo que si conservando la misma presión fiscal, el fraude, la economía sumergida y las actuaciones elusivas desaparecieran, con la mayor recaudación conseguida se equilibrarían los ingresos y los gastos públicos, se rebajaría la enorme deuda pública y hasta se podría reducir la actual fiscalidad sobre el trabajo.

Avances en la detección inspectora

La indeseable amalgama defraudadora en España muestra una enorme versatilidad y los implicados, en su intento por evadir el cerco de la Agencia Tributaria, inventan cada día mil fórmulas, procedimientos, técnicas y añagazas para escapar de la acción de la justicia. En esta semana, la Agencia Tributaria ha hecho balance de sus actuaciones en la lucha contra el fraude, tras haber logrado recaudar en 2015 la cifra récord de 15.600 millones de euros, a la vez que ha presentado el Plan de Control Tributario de 2016.

Al éxito recaudatorio del 2015 ha contribuido que el punto de mira se pusiera más en la calidad -grandes compañías y multinacionales- que en la cantidad -menor número de actuaciones-, porque en materia fiscal, ocurre que es la riqueza, y no la pobreza, la madre de la delincuencia, al contrario de lo que sostenía Marco Aurelio. El récord histórico lo han favorecido las medidas aprobadas en 2012: endurecimiento de penas, embargos preventivos, limitación de pagos en efectivo, empleo de herramientas para detectar el software de doble uso y demás artimañas informáticas; y el plan de incentivos a favor de los inspectores que ha permitido la viabilidad de realizar horas extras y de lograr bonus por el aumento de la recaudación efectiva.

Según el Plan de Control para 2016, publicado este martes en el BOE, se mantendrá un férreo control sobre aquellas rentas y patrimonios que se puedan ocultar en el extranjero, gracias a las declaraciones del modelo 720 que han permitido la afloración de 125.000 millones de euros, y la vigilancia sobre la economía digital; de los negocios que operan a través de la red; movimientos de divisas, operaciones de los no residentes y cuentas financieras; sin abandonar el control de los signos externos de riqueza y de renta gastada, la emisión de facturas falsas y las sempiternas tramas de fraude en el IVA.

Y se iniciará el empleo de la información proporcionada por el acuerdo Fatca de intercambio con EE UU, en el que participan otros 78 países, lo que permitirá conocer mayor información sobre las cuentas de los españoles en el extranjero. Precisamente, y aunque resulte paradójico, algunos estados de los EE UU, con una doble moral, se están convirtiendo en los nuevos paraísos fiscales, al resistirse a facilitar información a otros países. Es el caso de Nevada, Dakota del Sur o Wyoming, así que, a resultas de la indeseable liviandad, se están moviendo centenares de cuentas desde las Bahamas, Islas Vírgenes y Suiza a estos nuevos nichos de podredumbre.

Aunque mucho se avanza, la huida fiscal siempre será difícil de evitar, y es que «siempre hay un roto para un descosido», o lo que es lo mismo: «nunca falta una mala chancleta para un pie podrido»; de modo que como la lucha contra el fraude es una cuestión de Estado, deberían de implicarse no solo la inspección fiscal y laboral; también los colegios y universidades, los medios de comunicación y todos y cada uno de los ciudadanos; porque, aunque no lo crean, «Hacienda somos todos», y es a todos y cada uno de nosotros a quienes tantos defraudadores están robando.