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El eco de Don Umberto

Hoy escribo en domingo antes de que se enfríe un exquisito cadáver. Umberto Eco murió el viernes, diecinueve, antes de ayer (hace más de una semana para ustedes). La muerte es una hija de la mala chingada pero cuando llama a las sábanas de un escritor, de un poeta, de un artista, de un filósofo, de un científico, se convierte en una doble muerte. No mata la muerte al hombre o a la mujer, al individuo que ha creado mundos. La muerte mata, congela, paraliza, detiene esos mundos, como un apagón estelar, como un choque de planetas. Nos nutrimos de los mundos de los otros, de los que vieron más allá del caparazón, de los que no se conformaron con nacer, comer y caminar. De los que contaron, pintaron, compusieron, crearon universos y los compartieron. No seríamos los mismos sin Platón, sin Cervantes, sin Velázquez, sin Chopin. No seríamos los mismos sin Baroja, sin Umbral, sin Shakespeare. No seríamos los mismos sin toda esa documentación del alma que altruistamente nos cedieron los que sabían transcribir el alma al dictado, cribar el corazón. Los que sabían hacer belleza de una vida unidimensional, roma, simple y sin aristas. Siempre dije que este mundo mondo lirondo y de una insoportable ramplonería, tenía salvación. Y la salvación vendría mediante las manos que amasan sentimientos y de las que destripan micro magnitudes en un laboratorio. Ciencia y arte. El oscurantismo de la religión, sobra, la mentira de los ex votos, la parafernalia de las casullas. Dios está más en el aceite de linaza, en las partituras, en un folio en blanco que en las sacristías o en las sinagogas. Y ahí hay que buscarlo.

De ese oscurantismo trata parte de «El nombre de la rosa». El libro envenenado que causa las muertes en la abadía es el Segundo libro de poética, de Aristóteles. Sus páginas están envenenadas para que el que dé con él (celosamente escondido entre un laberinto de anaqueles y libros), no viva para contarlo. Umberto Eco, visionario como Aldoux Huxley en «Un mundo feliz» o como Ray Bradbury en «Fahrenheit 451» es consciente de lo que ha sido la cultura en la historia de la humanidad. Un privilegio que puede convertirse en subversivo para los poderes fácticos que moldean las sociedades a su antojo. Por eso la esconden, la falsean o la tergiversan. Un pueblo analfabeto es un pueblo manejable, dócil y sumiso. Remiso a la revolución. Un pueblo que no da mayores problemas. Los monjes de la abadía de «El nombre de la rosa» siguen tirándonos las sobras por las ventanas ojivales y escondiendo el conocimiento en siniestras bibliotecas.

Hoy escribo en domingo antes de que se me vayan las melancolías y las nieblas. Uno acaba sintiendo melancolía de lo vivido y de lo leído, lo escuchado, lo visto. Y había tardes en mi vida en que las páginas de un libro eran los juncos de todas las riberas, la sazón de los minutos. Me merendé a don Umberto en cuatro tardes a orillas de un río. Bajaba puntualmente, todos los días, de cinco a ocho, cuando el rocío empezaba a humedecer la hoguera de la inquisición donde querían quemar la verdad. Entonces no veía los mensajes ocultos, lo visionario de la novela, tal era la fuerza de la trama, tal era lo inope de mi juventud. Cámbiese el libro anhelado por el poder, la lucha encarnizada por alcanzarlo, el pueblo esperando las sobras, la troika/inquisición procurando el mantenimiento de un sistema podrido que beneficia a unos pocos, cámbiese hábitos por corbatas, alazanes por Rolls-Royce y tendremos la sociedad distópica que está empezando a mordernos el culo. Dame «soma» y haz conmigo lo que quieras.

Umberto Eco ha muerto pero no el eco de don Umberto, que queda para siempre para el que quiera escucharlo y aún, reproducirlo.

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