Carlos Garaicoetxea, el primer lehendakari del PNV (Partido Nacionalista Vasco) en la democracia, se empeñó en acabar con las diputaciones forales vascas cuyas funciones están recogidas en la Ley de Territorios Históricos del País Vasco. Esta Ley de 1983 realiza una distribución de competencias y funciones: inspección, reglamentación y planes, información y requerimientos que corresponden al Gobierno -«instituciones comunes»- y otras funciones básicamente de desarrollo y ejecución de las competencias que corresponden a las diputaciones, «órganos forales de los territorios históricos». Estas son las que recaudan todos los impuestos y gestionan desde las instituciones mas próximas a los ciudadanos; además, aportan para el Concierto Económico con el Estado y al presupuesto del Gobierno Vasco para que atienda sus competencias que en general son aquellas que superan el ámbito provincial. Justo un procedimiento inverso al que le gusta a Montoro, y a los de los sucesivos Gobiernos del Estado. Garaicoetxea intentó controlar las diputaciones centralizando la recaudación del presupuesto y se estrelló, hasta tal punto que abandonó el PNV y creó Eusko Alkartasuna (EA). Y el sistema vasco ha funcionado. Muy bien por cierto.

Acosado por la austeridad y por la infrafinanciación algún presidente autonómico ha hablado de revisar el concierto económico vasco, lo que hizo sonar las alarmas en Euskadi. También en la Comunidad Valenciana, siendo presidente Juan Lerma, se aprobó la ley de Coordinación de las Diputaciones que ahora intenta aplicar en el ámbito turístico el president Ximo Puig, que entonces andaba de asesor por el Palau. En la primera mitad de los años ochenta el Tribunal Constitucional definió en varias sentencias el contenido de la autonomía de las entidades locales, ayuntamientos y diputaciones, y lo perfilaba en: la propia organización, el personal de las corporaciones, y el presupuesto. Ninguna entidad, ni Generalitat, ni gobierno estatal puede decidir sobre estos aspectos que son el núcleo de la autonomía de los entes locales, ayuntamientos y diputaciones, recogida en la Constitución. Ni pudo Garaicoetxea, ni la Generalitat de Catalunya- que también lo intentó- ni podrá la Valenciana, ni el pacto PSOE- Ciudadanos a no ser que lo incluyan en una reforma constitucional.

El gobierno valenciano tiene la competencia «exclusiva» en turismo- también en servicios sociales, por ejemplo- como han repetido recientemente; pero en la función de elaborar planes y programas en su ámbito; también los ayuntamientos tienen la competencia «exclusiva»; pero de desarrollo y ejecución. La exclusividad no es sólo el ámbito, sino la función en un ámbito o sector. Por lo tanto la Generalitat lo que puede es establecer planes, negociarlos, para incentivar que las corporaciones locales aporten presupuesto para turismo, libros o servicios sociales, o lo que quiera; pero los decretos solo servirán para entorpecer lo que estaba siendo una buena y dialogada gestión del director general de Turismo; y, además, perderán en los tribunales.

Hoy se repite: por una parte la necesidad de una reforma constitucional federal para dar respuesta a las reivindicaciones autonómicas en general y catalanas en particular; y nuestra Comunidad reivindica, con razón, modificar el sistema de financiación de las comunidades autónomas para superar el déficit crónico. La respuesta está en un Estado Federal -«una nación de naciones», que decía Rubio Llorente- en que las Comunidades tengan un sistema de conciertos similar al del País Vasco, y las diputaciones las mismas funciones que las forales. A partir de ahí se puede revisar el «cupo»: lo que se le aporta al Gobierno Central para su presupuesto por los servicios que presta-exteriores, ejército, policía nacional, etcétera- en proporción a la renta y población que cada comunidad representa en España. Sería un sistema asimilable al de EE UU. Las resistencias de los Ministerios fueron y serán notables pero esa es la revisión que requiere el Título VIII: es un sistema ya experimentado que delimita mejor competencias y funciones; daría respuesta al problema catalán; al de nuestra financiación; y al papel de las diputaciones y a su coordinación. No es fácil; tampoco lo fue la Constitución.

Cuando el conseller de Gobernación Felipe Guardiola, a principios de los ochenta andaba predicando las bondades de la Ley de Coordinación de Diputaciones el entonces presidente de la Diputación, Antonio Fernández Valenzuela, le respondió en un discurso algo así como: «No hemos dejado de ser el Levante de Madrid para convertirnos en el sur de Valencia». No debió sentar muy bien. Y Antonio, entonces mi jefe, y ya mi amigo, lo pagó caro.